-Carnicero, como mi papá.
Es lo que siempre respondía cuando de niño me preguntaban qué quería ser de mayor. No cabía otra respuesta. El padre de mi padre había sido carnicero, al igual que lo había sido su padre. Tres generaciones de una carnicería que un día sería mía como él no se cansaba de repetirme. Por lo visto mi destino estaba escrito incluso antes de nacer.
Recuerdo perfectamente la primera vez que entré en la tienda. Tenía cuatro años y ya era lo suficientemente mayor para conocer el lugar que nos proporcionaba el sustento y que un día heredaría. Mi madre se había opuesto, diciendo que no era lugar para un niño, así que mi padre aprovechó un día que ella estaba visitando a la abuela para llevarme. Nunca olvidaré el horror de esos trozos de carne sanguinolentos, el olor nauseabundo de las vísceras, los cuchillos manchados… Me puse a llorar y vomité a los pies de mi padre. Ese día recibí mi primera bofetada, la primera de las muchas con las que mi padre me enseñaría a ser un hombre.
En los años posteriores mi padre me entrenó en el negocio. Con orgullo me explicaba cómo tener los cuchillos más afilados del pueblo, a distinguir las piezas buenas de las malas, a preparar embutidos de todo tipo y que no me engañaran los proveedores. Yo aprendí a controlar mi asco, a disimular mi odio, porque cada día que pasaba tenía más claro que nunca me quedaría en esa carnicería, ni siquiera en ese pueblo aburrido y chismoso. Les aseguro que no es el mejor lugar si los gustos sexuales de uno no son los de un verdadero hombre.
Cuando cumplí los 16 años, decidí confrontar a mi padre. Esa noche, con un par de whiskys para infundirme valor, le dije la verdad. Que no quería ser carnicero, que lo que yo deseaba era irme a la ciudad para ser actor. Mi padre se levantó despacio del sofá, se acercó a mí y me dijo:
- ¿Actor? Eso es de maricones.
- Eso es lo que soy, papá - le contesté.
La bofetada restalló en mi mejilla antes de que me diera cuenta y me tiró al suelo. Después cogió el cinturón y empezó a golpearme por todas partes mientras gritaba:
- ¡Tu harás y serás lo que yo te diga!
Si mi madre no hubiera aparecido en ese momento y se hubiese echado sobre mí, a buen seguro que nadie habría continuado la tradición familiar. Estuve una semana sin salir de casa hasta que las huellas desaparecieron, no fuera que los vecinos empezaran a murmurar. Después de aquello, le dije a mi padre que tenía razón y ya no volvimos a hablar del tema. Todos los días pasaba doce horas en la tienda, trabajando sin descanso, hasta que realmente llegué a ser mejor que él.
Cuando cumplí los 18, mi padre me dijo que tenía un regalo especial: los papeles del negocio. Yo le abracé y le di las gracias. Ese mismo fin de semana vendí la carnicería, dejé un sobre con la mayor parte del dinero a mi madre y con lo que me quedó compre un billete de tren a la ciudad. Nunca más volví a hablar con mi padre.
Pasaron los años. Yo hablaba por teléfono con mi madre de vez en cuando para ver cómo iba todo, que por supuesto era mal. Mi padre se pasaba el día en el bar bebiendo, no sé si para olvidar o para no escuchar los rumores en el pueblo. Cuando volvía a casa, se acostaba sin decir una palabra. Nunca compró nada en la nueva carnicería.
Un día mi madre llamó. Mi padre había sufrido un infarto y estaba agonizando en el hospital. No fui a verle. Sólo volví al pueblo para el funeral. Lo observé todo desde la distancia. El cura hablaba de lo buen padre y esposo que había sido al escaso auditorio formado por cuatro borrachos compañeros de afición y mi madre. Cuando se fueron todos me acerqué a la tumba. No llevé flores, preferí dejar sobre la lápida una libra de ternera de primera. Sé que a él le habría encantado.
Mientras me alejaba sonreí al pensar que es cierto eso que dicen: “A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo…”.
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