Calixto cogío su hoz, que guardo después de la faena, y la lustro lo más que pudo. Esta vez no iba servir para hollar.
Cuando el sonido del amanecer despertó al sol, él despertó antes. Limpió su instrumento, y lo balaceo sobre su chompa en un vaivén digno de una encomienda superior. En su bolso de lana de llama, estaba ya guardado la soga en trenza más grande que encontró. Cerró la puerta de su casa, con la seguridad de un clavo doblado.
En la calle los amigos y vecinos lo vieron avanzar, con una mirada de esperanza y decisión, él pudo ver en ellos, la eterna tristeza de la miseria compartida.
Y así avanzo, cruzando el pueblo, hasta el Apu cercano. Subió, superando rocas y plantas tan tristes como él. Los animales, algunos que ahí habitaban, estiraban su olfato, y reculaban ante tanta insensatez.
Fue ahí cuando en la punta del cerro diviso al pueblo, que alrededor de tan hermoso valle, se veía gris y sin esperanza. Saco la hoz que amarro del extremo de la cuerda trenzada y la meneo, despacio mientras observaba el cielo, buscando una nube panzona y cercana. De punta de pie para hacerse más grande, espero y espero, paciente como un cazador. Cuando ya la hubo de ubicar, se alisto presto a despanzurrarla. Movió la trenza, más rápido, la extendió cuan largo era su distancia, casi llegando a los pies del Apu. La hoz brillaba al vaivén, y al columpiarse, su arco se agrandaba tanto, que hacia un esfuerzo inmenso para no caer. La obesa nube se acercaba. Él hacia un círculo gigantesco, y la hoz se afila con el roce del viento.
El instante fue preciso. Lanzó el instrumento que atravesó la nube, haciéndole un corte perfecto, de extremo a extremo. El viento rugió con un dolor de tormenta, y desde sus entrañas cayeron directamente al pueblo, miles y miles de monedas. Eran de plata y oro, y tenían un brillo de metal nuevo, caían junto a una brizna dorada y plateada. Calixto saltaba, reía, daba vueltas bailando de felicidad.
Los que estaban en el campo, en las calles recogían todo lo que podían. Eran tanta la lluvia que simplemente estiraban sus chompas y Las mujeres sus enaguan, haciendo un cuenco, y solo dejaba que se llenaran. Los que estaban en sus casas, llenaban en baldes, tachos y ollas de alimentos. La algarabía se contagiaba, de familia a familia, de amigo a amigo; de vecino a vecino.
Calixto se sentó a observar su pueblo. Miro como la miseria de pena y olvido, fue desapareciendo, y reía. Tomo una hierba, recostó el codo sobre la roca que antes estuvo parado, y la mastico con la felicidad que te da ver a otros felices.
La lluvia paro. La gente tomo todo lo que pudo y se arrastraban, se encogían protegiendo lo que ante no tenían, Los que tomaron poco, ahora lo hacia a la fuerza. Le quitaban a los más débiles, a empeñones a tirones. La cara de Calixto cambio, se tapo con la mano evitando la rabia, desencajado lloro, por la miseria eterna.
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