Camina lentamente por la Avenida Altamirano con una botella de vino bajo el brazo, solo, viejo y enfermo, la mirada ausente, el frío amenaza congelar su alma y su cuerpo fatigado. Una bruma inusual cubre la bahía.
Rompen en la orilla de la vía las olas bravías, formando cascadas de espuma que se desvanecen como fantasmas en la obscuridad de la noche. El bramido penoso del Torito anunciado a los barcos la bruma densa, resalta sobre el rechinar de las grúas y los gritos de los estibadores trabajando en el Puerto.
Horas antes en el barrio Chino confundido entre homosexuales, proxenetas y prostitutas había gastado sus últimos pesos en el vino, una cerveza en el Yako, un combinado en el Roland y en el show de una striptisera de mala muerte a medio mirar desde la entrada del American Bar.
Junto a su andar pausado van quedando atrás aquellos años, cuando su piel era tersa y tostada por el sol en días de verano, su niñez, su juventud, su esposa y sus hijos, pensó en todo lo que tenía, en la gente que quería, ellos ya no están y aquellos que el llamaba amigos tampoco.
Ante sus ojos surge como un oasis la plazuela San Mateo, ideal para un descanso y un pequeño sorbo de vino. Al frente la playa, donde las parejas atrapadas por la arena blanda se rinden al amor y al deseo.
Pasada las Torpederas, al final del pedregoso sendero la encuentra, inmensa, sombría, abrupta y suave a la vez, esperándolo para su último acto, un salto feliz a la eternidad en busca del paraíso.