Todo parecía nublarse en un cansancio repentino, con los pies bajo una sola sábana un sábado sofocante por el calor que se acerca en Octubre, como el indeciso que circunvala a la chica que baila, que ya sabe de su existencia, y ya ha elegido que no, no es su romeo, ni tampoco es azul.
La frescura de las paredes parecían llamar sus mejillas, invitadas cordialmente a posarse entre los afiches, con sus bordes doblados y orillas mutiladas, una oda al mal gusto y a la poca delicadeza, casi grotesco, sin embargo mantenían una simetría, pero una burla a la falta de orden en general. Se notaba en el polvo del improvisado velador, la lámpara sin bombillo en el suelo y la ropa, que era como un rastro de pistas a ningún lugar en particular, mucho menos un misterio a resolver.
La falta de cortinas evidenciaba que el día seguía su curso y que el sol se empezó a mostrar hace poco, en ese cuarto piso, en el colchón delicadamente puesto sobre esa alfombra y sus manchas de vino.
Miraba la ropa ajena con nausea, pero tenía ganas de quedarse ahí, cómoda, un sábado de octubre. Suenan pasos y alguien se acerca a la pieza.
Era su madurez. |