Y llegó el momento en que se dio cuenta que estaba completa y absolutamente perdido, no en medio de la nada, pero equidistantemente alejado del principio y el principio del final. "Destino", murmuró, mientras pensaba en la aventura de lo desconocido. Un miedo a lo mismo inundaba sus más intimos deseos, junto a la posibilidad de aumentar un ego que escondía en los más profundos pasajes de su humano corazón. Como todos aquellos hombres y mujeres conscientes, antiguas mentes que veían la ignorancia como una envolvente oscuridad, se dirigían desde distintas direcciones a una luz, casi palpable, que prometía redención y nuevo conocimiento, al alcance de todos, simple como una fruta colgada en la rama de un árbol, vibrando.
Bajo ninguna promesa específica emprendió una marcha, abanderado por la búsqueda de conocimiento y justicia, equidad y amor, orgullo y poder, perdón y espiritualidad, en un espiral en dirección a este sol, como una deidad Inca hecha de oro, intentando despojarse de lo que comunmente llamamos lo material.
Para los conocedores, para los que se llaman iluminados, todo tiene una conexión subyacente y armónica, y una vez que adquieren este conocimiento y se cruza ese umbral invisible, ya no se puede volver a pertenecer a aquellos que piensan en la existencia de la objetividad, y esa es una batalla que libran en sus mentes: la destrucción de la objetividad.
A medida que su cuerpo sentía algo similar al calor del sol en su ondulatorio acercamiento, intentaba librarse de cuerdas que lo sujetaban a lo que el, con sus palabras, podía describir como la realidad. Eran como cuerdas atadas a salvavidas, lanzadas al gritar "hombre al agua!". Muchos eran los que saltaban por iniciativa propia, desde babor y estribor, a las fauces de la profundidad de este oceano de nuevo conocimiento.
Pensaba que estas cuerdas eran el dolor de su pasado, recuerdos de inmadurez emocional, pero con un extraño e infantil gozo, empezó a cegarse con la luz y a disfrutar del agradable calor de lo inexplorado, sintiendo una agradable bienvenida, a lo que bien podía ser el festín al cual su alma había decido asistir, lo que lo llevó a pensar en la posibilidad de estar, como siempre, equivocado.
Es como la historia de la rana que pensaba que para ser cocinada, debía ser expuesta a un caldero con agua hirviendo y que podría percatarse, desde lejos y astutamente, del peligro inminente que esto representaría. Me gustaría que la historia fuese distinta, pero nuestra astuta rana, vanagloriada en su inteligencia, terminó luego en una olla, con agua tibia, agradable, cociendose tiernamente, hasta que fue demasiado tarde; la temperatura subió de golpe y su cuerpo no soportó el abrupto cambio, tanto en el hervir del agua, como su espíritu abatido y desolado, bajo el engaño y el tormento, de vivir esos últimos momentos en una desesperante lucha contra el arrepentimiento y una verdad objetiva y única. Estaba condenada a la muerte y compró asientos en primera fila para presenciar el espectáculo.
Volviendo al tiempo, sorpresivamente y tal vez en el momento indicado, se aferró a las raíces de su propia voluntad y se ensancharon las cuerdas que lo sostenían. La vergüenza y el miedo se apoderaron de sus temblorosas manos, que a la vez notó avejentadas y cansadas. Pensó en aquellos que flotaban a la deriva, que ya estando lejos e inmersos en su búsqueda de lo trascendental, lo invitaban a despojarse de humanas y adoctrinadas emociones que, para el que en algún momento se va a ahogar, ya no existen. Para los muertos ya no hay espacio para el miedo.
Tanta luz lo cegó parcialmente, y aunque algunas lágrimas refrescaron su cansada vista, pensaba en el lugar si alguien, en algún momento lo ayudaría a volver al camino tirando de sus ataduras, logró entender que todos somos, de una u otra forma, esclavos; esperó. Esperó suspirando que sólo quede recordar constantemente que el tiempo del perdón es ahora y el de la muerte para después, deseando que esta vez no sea demasiado tarde. |