El hombre acude al almacén todos los días. A menudo, no compra nada, sino que se coloca en una esquina del negocio a contemplar la clientela que adquiere sus productos, paga y se va. Él, sonríe y nada dice, hasta que el dependiente queda solo y entonces se aproxima a él para conversar sobre la actualidad, que los encapuchados, que las elecciones, que el cobre y el dólar. Siempre está informado, sólo que en su casona no tiene con quien conversar, ya que su ex esposa se fue hace tiempo con sus dos hijos, muchachones que ya están yendo a la universidad y que ahora no tienen tiempo para él.
Y el hombre conversa y conversa con su voz docta y el dependiente lo escucha, a veces no con demasiadas ganas de replicar, por lo que responde con monosílabos, tan similares a decirle que se vaya con su conversa a otra parte. Pero él, no entiende nada de eso y continúa sacando tema sobre tema porque el día es largo y lo acorta teniendo frente a sí a un interlocutor que no lo es tanto.
Ya tiene sus años y al parecer está jubilado, cosa que él no menciona, acaso para que no lo etiqueten como el viejo molestoso al que nadie espera en casa.
Habla a menudo de sus hijos, cuenta detalles de lo que estudian, de lo aplicados que son, de los gastos en que incurre para comprarles los útiles, la ropa y el calzado, no escatima detalles, aunque el vendedor poca atención le ponga. Es tan minucioso en el relato de las andanzas de sus críos que el que lo escuche tendría derecho a pensar que está viviendo a borbotones la existencia de sus hijos, gozando con sus anécdotas, impregnándose de sus vivencias y, llenando con ello la inapelable soledad que lo embarga.
-Mi padre conoció a un ex combatiente de la guerra de Vietnam, ¿me va a creer usted?
-¿Por qué no?
-Él contaba todas las peripecias que había vivido en la guerra. ¡Cuánta muerte, Dios mío!
-Me imagino.
Mientras el dependiente responde, llena algunos formularios. En realidad, no ha escuchado una sola palabra del hombre, pero contesta por esa acomodaticia inercia que siempre viene al rescate de los seres indolentes.
-Parece que me voy a ir para la casa, ya que tengo que preparar el almuerzo. A la tarde regreso para que conversemos otro poco.
Y parte rumbo a un domicilio que nadie conoce y al que él mismo desearía quizás no regresar. Es triste la soledad, sobre todo cuando no se sabe qué hacer con ella…
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