Sucedió a fines de la década del 70, o algo así, no lo recuerdo bien. Había transcurrido una tarde largamente apacible con Silvina en su piso de la calle Posadas. Comentábamos algunos cuentos rusos y ella hablaba entusiasmada de la publicación reciente de una novela local. Con nostalgia evocamos de a ratos el mar en invierno, se hizo tarde y Silvina me invitó a cenar. Ya me había quedado en otras oportunidades, compartiendo junto a Borges y Adolfito, una mesa para comer, observar y callar.
-Te quedás-. Más que una invitación era una orden, pero la sonrisa de ella diluía cualquier semejanza con algo imperativo.
-Si usted lo dice- deslicé. Nunca pude tutearla.
-Hay sopa de fideos, y bifes a la plancha con papas hervidas…No es muy divertido el menú, pero nunca fui muy ducha en esos menesteres… ¡Como ama de casa soy una negación!
-Yo como cualquier cosa- contesté, y ambos reímos.
Avanzábamos con el segundo plato y Adolfito se quejó de pronto del poco hervor que presentaban las papas, pero no interrumpió el diálogo literario con Georgie. Silvina no se dio por aludida y muy de vez en cuando intercalaba alguna observación breve de cualquier cosa no doméstica. Yo mordisqueaba un bife demasiado cocido y, Adolfito tenía razón, las papas necesitaban unos minutos más de hervor... Un momento de silencio universal, de palabras, no de ruidos de cubiertos contra los platos, me provocó y la observación surgió sin mediar mi voluntad, como si de una arcada nauseosa, irreprimible se tratara:
-Adolfito, usted, al final del cuento El héroe de las mujeres dice que no son posibles los sueños compartidos, o algo parecido…- Me miró y detuvo el ciclo masticatorio. Sonreía con una mirada curiosa.
-Digo que “hasta ahora no he oído hablar de sueños compartidos, que el sueño es una de las poquísimas cosas que podemos llamar
nuestras…”-.respondió casi textualmente. Y al rato siguió: -Fijate que el protagonista “ni siquiera los tuvo con Laura, que era parte de su vida”. ¿A qué viene tu observación…?- demandó con curiosidad y se enfrascó nuevamente en el bife, dejando las papas a un costado del plato. Borges indagaba su memoria mirando hacia arriba y moviendo negativamente la cabeza al no encontrar referencias válidas.
-Recientemente he leído un cuento- mentí- donde se establece esa posibilidad…
-¿De quién…?- La mirada aguda de Adolfito esperaba la respuesta antes de volver a la carne, ya fría. Me demoré, más por la sorpresa que debí prever antes de hablar, que por el tono de la pregunta. Decidí entonces tirar la pelota afuera.
-No lo recuerdo. Una antología que encontré entre usados de la calle Corrientes lo recoge- seguí inventando-. Me parece que de un autor inglés de fin de siglo…- Tiraba el anzuelo hacia la otra silla…
-¿Será de...?- intercaló Borges. Aquí intervino Silvina desde mi costado derecho.
-.¿Y qué dice el cuento…?- Yo no quise mirarla; sospechaba que al hacerlo ella rompería en una carcajada incontenible, y yo tendría que salir corriendo de allí para no volver nunca más. Concentrado en un centro de mesa inexistente, sólo una jarra con abundante agua de canilla me prestaba atención, expuse en voz baja, casi sin voluntad:
- Se trata de un matrimonio; ellos duermen solos en su casa. Él sueña que es un pájaro grande, que sobrevuela una ciudad, y desde arriba reconoce su casa, baja y se posa en el alfeizar de una ventana que encuentra abierta. Ella sueña que está sola en la casa, pues su marido está de viaje, y, temerosa, recorre las habitaciones cerrando puertas y ventanas con la escopeta bajo el brazo. Al llegar a su cuarto y antes de sentarse en la silla mecedora, abre la ventana para respirar el aire fresco de la noche. De pronto, un pájaro enorme se asienta en el alfeizar de la ventana con las alas enormes todavía abiertas. Ella alza la escopeta, apunta y dispara. Ambos esposos se incorporan en la cama, bruscamente, encienden una luz, y se miran sin comprender, sobresaltados y aturdidos aún por el efecto que el disparo ha producido en sus respectivos sueños…
Silencio en la mesa. Borges, mirando hacia el cielo raso y tartamudeando un poco, dictaminó:
-Ingenioso, bastante ingenioso…
-Tiene una falla central- agregó inmediatamente Adolfito-. Nadie puede soñar que es un pájaro…Esas son argucias literarias. Sigo sosteniendo lo que decía “don Nicolás”- y soltó una breve risa.
-A mí me gustó- deslizó Silvina, y acto seguido me invitó a tomar café en la cocina. Allí:
-Así que un inglés…ja,ja,ja- y seguidamente abrió la ventana de par en par. Me tomó de una mano, trepamos a la mesada, nos deslizamos al alfeizar de la ventana y, ya de pie, exigió, cerrando los ojos:
-¡Soñemos! ¡Soñemos juntos!- Y como dos negros y enormes pájaros nos lanzamos al aire desde el quinto piso y sobrevolamos el antiguo edificio gris de departamentos de la calle Posadas, la plaza Francia con sus enormes y añosos árboles, y, antes de despertar, bajamos y nos posamos en un banco.
Charlábamos de no sé qué cosas cuando los vimos llegar, caminando lentamente, Borges con su bastón y Adolfito tomándolo del brazo. Se sentaron en otro banco y siguieron conversando hasta que se pusieron de pie, y Adolfito llamó a Silvina para emprender el regreso.
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