LA RESISTENCIA.
No sé como, pero de tanto noctambular de sueño en sueño fui a aparecer en esa villa. Un lugar de opacos matices, colores en blanco y negro, así todo el tiempo parecía un ocaso, místico y silencioso. Sus calles desiertas donde la gente se encubría en sus casas tras las cortinas, cómplices del ocultismo y de una severidad innata, tercas fisonomías y apagados rostros demacrados. Un hálito de sufrimiento como un aura nocturna les rondaba la faz y sus cabellos desgreñados caían lánguidos como una tarde muerta.
Derruidas construcciones por el impacto de los torpedos se hacinaban sobre los escombros. Sus calles, vestigios de la guerra tropezaban en todo momento con enseres desarticulados, inútiles miembros de un pasado y de raíces rotas. Típicas casas de corte francés con copiosas aplicaciones de madera elevaban sus agudas cúpulas y áticos como una súplica hacia la altura. Ventanas de rotos cristales rajaban como heridas un espacio tétrico. Ni un ave se avecindaba, ni un aroma infundía dicha bajo el gris del firmamento, manifiesta desventura de un pueblo asediado por el flagelo de un dilatado encuentro de fuerzas. La pugna del sometimiento y la libertad.
Todas las horas del día eran iguales y no había fisura por donde el sol filtrara sus leves rayos. La atmósfera cubierta de gas y acéticos olores. Un aire pegajoso se adhería a las fosas nasales y martillaba nauseabundo al interior del cerebro. Un ligero cambio se apreciaba en el ambiente al entrar la noche. Uno que otro farol rutilaba temeroso en alguna esquina distante, y al interior de las habitaciones, solo penumbra, las puertas herméticas no giraban en sus goznes, jamás se abrían, al menos así lo parecía.
Yo era un adolescente famélico que no superaba los trece años de edad vestido con telas de franela, sucias manos y uñas de luto. Observaba en silencio al interior de lo que parecía ser un subterráneo. De pronto todos aparecieron a esa inusitada reunión. Se aglomeraban a la luz de un candil de aceite que humeaba como un mensaje y hacía contorciones. Las paredes húmedas y chorreadas por un líquido pestilente brillaban al contacto de la flama y de vez en cuando parecían solo sombras. Hombres y mujeres mayores esbozando rencor alzaban la voz y emitían consignas de protesta. La demarcada rabia en sus rostros, la ira de sus ojos fulguraba en la penumbra, agudas lenguas proferían insultos y sus miembros articulaban obscenidades. Una gran conmoción y exacerbación de ánimo que provenía de un crimen. En las inmediaciones del pueblo habían descubierto un cadáver. El mutilado cuerpo de un compañero o camarada. Habían llegado con él hasta es suburbio, aún estaba tibio. Particularmente todos vestían ropas de inviernos, abrigos, principalmente los hombres y las mujeres amplios faldones y chombas de lana café.
Formaban un círculo humano alrededor de la luz. El difunto era un muchacho joven, de contextura alta, así se apreciaba al estar tendido en el piso cerca del candil que iluminaba perfectamente su rostro. Bajo su sien derecha, justo sobre el pómulo, entre otras magulladuras, presentaba una herida. Así fuera una marca de fuego que delineaba vulgarmente una esvástica. Se componía de dos líneas paralelas que se entrecruzaban verticalmente con otras dos formando nueve cuadrados. En cada uno de estos recuadros sé incluía alusiones las cuales eran poco perceptibles, pero indudablemente que se trataba del signo de los Morfonazis que todos muy bien conocían. Estos lo llevaban en una insignia, principalmente los oficiales en cada solapa de sus gabanes, pintados en las puertas de sus vehículos militares, en sus gorras y lo que era más grotesco, en la planta de sus gruesas botas de tal manera que en cada pisada iban dejando su despectiva marca, la huella de su genocidio. Es más, adherido a su suela y en forma sobresaliente en una delgada estructura metálica se ubicaba como una pieza anexa al calzado, en la planta y en el taco.
Y esa patética enseña era la que el finado tenía en su pómulo derecho, vestigio inapelable que su rostro había sido pisoteado, apisonado bajo la bota de algún déspota. Irritaba a los congregados a esa exclusiva sesión, ardía en sus venas el aire de la ignominia.
Cada vez que así ocurría se unían en fuerzas para enfrentar los embates del descalabro, la opresión de una raza hundida en la desgracia.
Ellos, necesariamente formaban la resistencia. Sus desgastadas fuerzas, por generaciones les habían mantenido unidos a la sobrevivencia, una casta aguerrida nacida de las cenizas. Reptaban y se escondían provisto de armas irregulares, variados tipos y calibres de ellas les daba apenas un respaldo.
Un líder instigó a la venganza. Una letanía de frases se divulgó entre los presentes, había que difundir el modus operandi, era su forma de comunicar a sus pares la estrategia. Como una canción que cantan los esclavos se fue traspasando de boca en boca hasta hacerse masiva. Se preparaba la lucha por sorpresa, antecediendo al enemigo. La costumbre era un privilegio y la sangre cobraría el escarmiento.
Se distribuyeron las armas, a cada cual le correspondió su dotación y la obligación de defender un punto estratégico. Todos por igual, no se distinguían edades ni sexos, la euforia cundió entre los habitantes, su sed de venganza era más que admisible.
Dispuestos al sacrifico, no tardamos en escuchar el ruido de los vehículos militares de los Morfonazis, venían de todas direcciones y se escuchaban disparos, ráfagas de metralla. La lucha había comenzado con desmesurada crudeza. Estruendos e impactos asolaban la ciudad, restallaban las descargas. Días de angustia sobrevinieron y esa raza no desmedraba en esfuerzos por alcanzar su propósito, erradicar al opresor irracional, su fuerza provenía de raíces ancestrales, eran orgullosos y audaces, así lo habían aprendido desde su nacimiento en clandestinos arrabales.
Después de iniciado el combate, tras correr y ocultarme entre paredes y ruinas, me vi perseguido por dos corpulentos Morfos. Junto a dos niños menores que yo, llegamos hasta las inmediaciones de un edificio en destrucción. Trepamos por una inclinada escala de caracol pegada junto a una pared que nos condujo hasta lo alto de un ático, una especie de torre circular, como la cúpula de una iglesia. Accedimos por una puerta. Aún jadeantes, pude ver claramente el piso entablado. Una penumbra de ultratumba fría y desolada me envolvió. El aire hacinado no me permitía respirar. Cerramos la puerta. Nos dispusimos a ambos flancos todos en posición fetal con las armas en la falda. Tiritábamos y nos mirábamos con incertidumbre abrumadora. Había dos ventanas de madera con vidrios astillados. Rápido corrí hasta una de ellas pretendiendo alcanzar un escape, uno de los niños que conocía el lugar movió la cabeza en señal de negación. Miré a través de ella. Estábamos a mucha altura, el vértigo me sobrecogió y me sentí desfallecer. Abajo se percibía un ambiente de estrépito, a lo lejos alguien cruzaba zigzagueando y haciendo fintas, solía esconderse tras los escombros y en las grietas de las paredes.
Logré sobreponerme y concurrí a ocultarme tras el único mueble de la habitación. Éste daba al lado izquierdo de la puerta, pegado a la pared. Su empolvada madera se erguía a un metro de altura. Me parapeté a su amparo. Mis dos infantes compañeros, ambos casi enfrente de la entrada, resueltos y aguerridos esperaban la intromisión de nuestros perseguidores. Sin embargo temblaban; la emoción, el deseo o el miedo les contraían.
No cabía alternativa, había que prepararse para enfrentarlos. En una fracción de segundo y de vacilación estaría nuestra muerte.
Yo llevaba una pistola Luger de 9mm. en las manos y descolgada del cuello hacia mi abdomen, bajo una especie de bolsa plástica, una Uzi. La dispuse también quitándole el envoltorio y la deje caer libre después de amartillar el cargador. Ambas me permitirían gran movilidad. Asomaba solo la cabeza sobre el mueble y me mantenía apuntando la Luger hacia la puerta. De reojo miraba como mis compañeros se aprestaban impacientes.
Interminables segundos sucedieron en ese trance crucial. Meditaba en la medida que mi agitado aliento me lo permitía. Los dos niños estaban al frente, así que primero dispararían en contra de ellos. Cobardemente los asumía como unos señuelos y en el momento que aparecieran los Morfos aprovecharía para vaciar la Luger, posteriormente, cuando me descubrieran haría uso de la Uzy.
La puerta no se movía. Mi afilado oído podía descifrar los escalones que pisaba el enemigo. Sentía su pausado resuello y me los imaginaba restregándose contra la pared, con su cara sudorosa y su cuerpo pegajoso de sebo y transpiración. Intuía cada uno de sus movimientos. Los reflejos se hacen más que agudos en los momentos de angustia, la mente te permite ver como a través de un cristal. Una cerval sensación me invadía. Tenía mucho miedo y tiritaba irasciblemente, no obstante debería actuar sobre cualquier circunstancia. Ellos entrarían y yo dispararía mis armas hasta agotar municiones. La muerte se desataría en manos de cualquiera de los dos bandos, tal vez en ambos. Pero estaba decidido, era inminente que me controlara. Solo tendría una oportunidad, pero, ¿y si ellos no entraban por nosotros pues nos sabían acorralados? ¿Y si lanzaran una granada?...
Entonces, tras pensar esto, me aconteció un nuevo temor. El hecho de morir sin poder defenderme. Eso si que sería trágico. Ahora ese temor se transformaba en ansias, quería luchar, arrasar al enemigo, combatir, si, combatir, de vida o de muerte, era preciso que mis armas se desgranaran sobre el opresor. Y ahí aprendí de los sentimientos de esa raza subyugada. El valor que toma la acción cuando le sabe indefenso, la nimiedad convertida en fortaleza, una fuerza que navega como un fuego que arde en las entrañas. Un ansia que es más grande que el miedo; el miedo, el horror desarrollado, evolucionado hacia el sacrificio.
Que entrarán. Solo quería que irrumpieran para arremeterles. He ahí la apostura de mis infantiles camaradas de armas.
Desde ese plano, me vi jugando en primera persona, como en los juegos electrónicos. No distinguía mi cuerpo, solo mi derredor. Las armas al frente y la penumbra celadora que nos protegía. Segundo tras segundo fui cambiando de actitud y sentí deseos de resguardarles, de asumir su posición. En esas cavilaciones estaba cuando aconteció un hecho inusitado. Un ruido pesado se arrastraba desde afuera, desde el exterior. No era el ruido de los tanques ni las detonaciones, ni la metralla. La naturaleza intervenía como un mediador oportuno. Cruje el edificio y un sismo se desata sobre la tierra. Temblaba, las paredes se retorcían como queriendo oprimirnos. Todo se detuvo por esos instantes, el fragor de la lucha dio lugar al invulnerable castigo natural.
Segundos, minutos, el tiempo no mide consecuencias.
Después un silencio atroz vino a vincularnos y en él, como un desamparo, una nueva sensación. Sigilosamente me quedé estático, y atento a través del sentido auditivo pude darme cuenta que nuestros perseguidores descendían despavoridos escaleras abajo, roncando como cerdos. Horrorizados huían.
Entonces las imágenes se disolvieron en la nada. Acontecido todo suceso, ¿quien sabe el desenlace de esta historia?
Desconozco que pasó conmigo. Sólo sé que vi como el cielo se abrió por un momento y por una fugaz fisura cayó una flor celeste desde el espacio sobre una gran tumba.
Después, todo estaba en silencio.
16.08.2005
|