Aquélla mañana toda mi concentración estaba puesta en la guerra campal que sostenía con mis anteojos nuevos, los que cabalgaban porfiadamente de un extremo a otro de mi nariz, obligándome constantemente a devolverlos a su sitio original. Al más mínimo movimiento de mi cabeza se veían afectados por la ley de gravedad y emprendían porfiadamente el camino al suelo y con el correr de las primeras horas de esa mañana, ya me había dado cuenta que tendría que sostener una larga batalla para domarlos y sacarles el provecho que prometían y, a la vez justificar el alto precio pagado por ellos.
Ese día amanecí buscando un maldito papel, que obviamente estaba en alguna parte de mi taller, el problema era que no sabía exactamente en qué lugar lo había visto la última vez, por lo tanto, a medida que movía las cosas el caos se iba desatando y yo le hacía un fondo musical con un variado y bien surtido coro de maldiciones, a las que en circunstancias como éstas... soy muy aficionada. Normalmente no soy muy mal hablada, pero estos anteojos tipo medio cristal, que en la cara de mi picarona abuela se vieron siempre fabulosos, me estaban desquiciando con su ir y venir por la nariz y comenzaba a experimentar serias dudas que se me vieran remotamente bien, por lo tanto ya lo había decidido: no me los pondría en público por ningún motivo, así tuviera que andar tanteando como ciega de nacimiento cuanta estúpida letra chica se me pusiera por delante.
El maldito documento que buscaba lo necesitaba para el medio día, sentía que los minutos pasaban demasiado rápido por lo que cambiaba de lugar todo cuanto tocaba, virtualmente tapé la mesa de trabajo con un desordenado concierto de papeles, que hicieron brotar muchos recuerdos. Es algo que siempre me ocurre, basta que mueva o busque algo y van apareciendo cosas olvidadas, perdidas o desechadas en algún momento de un bien intencionado intento de ordenar lo imposible y con ellas se hacen presentes esas situaciones ya vividas, que muchas veces uno se hace la loca para poder olvidar.
Era una mañana hermosa, un sol tibio y débil anunciaba tímidamente que el invierno estaba por terminar, que pronto llegaría la primavera y como definitivamente es ella mi estación preferida, presentía que todo cambiaría para mí. En buenas palabras, ella era para mi como la vida misma: prometedora, sólo eso y en ningún caso realizadora de sus maravillosos presagios. El teléfono interrumpe mis pensamientos, algo en mi interior me dice: no respondas. Por ello lo levanto de mala manera, deseando arrancarlo del lugar donde quedó instalado en el muro. El teléfono es como un cuadro más de mi taller, pese a que lo considero un estorbo me sirve en ocasiones y de pronto recuerdo como sí fuera hoy el día en que me lo instalaron.
¿Dónde le ponemos el teléfono? Preguntó un tipo vestido de overol azul.
En la pared, le respondí sin quitar la vista de lo que hacía.
No se puede instalar en la pared, explicó molesto.
¿Cómo no va a tener un escritorio dónde dejarlo, una mesa tal vez? murmuró casi opinando gratuitamente y agregó con aire doctrinal:
- Va en contra de las reglas de la compañía.
- Me importa un pucho su compañía, le dije y agregué: O lo pone en la pared o se lo lleva y de paso le dice a su Jefe que venga a hablar conmigo.
- Mire señora, no es para que se enoje. El problema es que este modelo que le mandaron no sirve para colgar, es de sobremesa.
- No me interesa el modelo, quiero un aparato que sirva para no gritar por la ventana. Llame a su jefe y hable con él, le dije francamente enojada.
Algo más debo haberle dicho al instalador, que ya no recuerdo, pero lo que no le podía decir es que yo no quería para nada tener de regreso la famosa naturaleza muerta en tonos rosa, que a la tonta esposa del jefe de la compañía simplemente la había enloquecido y que no encontró mejor método para pagármela que obligar a su marido a enviarme el famoso teléfono, que más que un adminículo útil, yo consideraba un estorbo y una intromisión en mi vida diaria.
Ese aparato chillón, que interrumpe mis quehaceres a cualquier hora y grita a todo pulmón, sí es que los tiene o a toda campanilla desde el endeble colgador improvisado que le hice, insiste en que lo coja y yo no quiero dejar de buscar el papel porque como que no lo encuentre, tendré que ir al funeral de mi abogado.
Mis amigas suelen decir que mi taller es un lugar encantador, las entiendo, ellas están obligadas a vivir en casas ordenadas y bien presentadas para recibir a los invitados del marido, aportándoles más trabajo que placer. En cambio esta inmensa habitación con luz natural entrando a raudales por sus ventanas desprovistas de cortinas corredizas, decorada con cientos de cosas que parecen colocadas al azar o tiradas con prisa, otorga una sensación de libertad que pocas mujeres tienen y, a la vez, evoca esos altillos antiguos, donde las abuelas guardaban secretos y muebles viejos. Mi taller no es una bodega, aún cuando en él hay muebles dispersos para reparar o refaccionar; los he traído desde diferentes lugares gracias a la movilidad que me otorga mi oficio. Por otra parte no hay quién se atreva a decirme que ordene o clasifique lo que tengo, menos aún que transforme mi taller en una tienda formal, es algo que no haría por ningún motivo, puesto que me atrevo a decir que hay demasiadas tiendas especializadas, en cambio ésta es la única en su especie. Es mi reino y mi lugar de trabajo, no está entre mis planes retocar sus muros ni cambiar ni modificar nada, sería como borrar mis recuerdos y más que ellos, mis vivencias. Es un lugar bellamente desordenado y mi amiga Tita suele describirlo como: “un bohemio espacio sideral”. No tengo idea qué es lo que ella quiere decir, y tengo la vaga impresión de que son expresiones que ella ha inventado para llamar la atención entre sus amistades. En la práctica mi taller es un espacio amplio, el sitio ideal para hacer ejercicios mentales, como el que hago intentando encontrar la famosa carpeta.
He jurado tantas veces que voy a ordenar todo, pero en el fondo de mi misma sé que miento, ese día no llegará nunca y para cuando me muera, tendrán que enterrarme con todos mis cachureos o intentar lo imposible: poner orden al desorden. Mi taller es como mí aspecto o cómo me catalogan: excéntrica e irrespetuosa. Sin perjuicio de lo que digan, pienso que el orden resta creatividad a los artistas y por último, las opiniones a favor o en contra de mi sistema de vida, me las salto a la torera, sólo me interesa el resultado de mis trabajos y su correspondiente balance económico.
Hoy está de moda restaurar muebles viejos, pues bien, eso hago, les restituyo su pasado esplendor y les busco un buen hogar donde prestar un servicio digno a su facturación de viejos ebanistas. Mi clientela tiene dinero y poca imaginación, cosa que a mí me sobra, entonces mezclo colores, estilos, tapices y tamaños para entregarles un lugar casualmente elegante donde vivir y cumplir con sus necesidades sociales, previa cancelación de unos espantosos honorarios. Soy en resumen como el hada madrina de la sociedad, mi varita mágica les otorga – mediante la decoración – la clase que no tuvieron por nacimiento. Así de simple.
Alguna vez me preguntaron cómo llegué a este oficio y siempre me he dicho que tal vez lo hice en algún momento de aburrimiento o a resultas de mis clases de pintura. Quizás fue la influencia de mis amigos intelectuales. , tal vez alguna otra causa que no recuerdo, pero lo que sí tengo claro es que de la música y sus cultores aprendí a amar tanto el pentagrama como al ejecutante. Algo parecido me ocurrió con las letras y los poemas de algún escritor, o los retratos de un pintor, que bien pudo dejar plasmado el olor a trementina entre mis sábanas.
Todo se me ha dado fácil y gratamente en estos últimos años, lo que no puedo decir de los anteriores, porque esos malos y amargos momentos los olvidé a la fuerza. Algunos me dejaron una sensación de derrota en la garganta, que ahogué con humo, trasnochadas y alcohol. Algunas veces hubo también amaneceres tibios y soleados en buena compañía y lejos del mundanal ruido que impide el diálogo, el romance y todo lo bueno que pueda dar la vida. Sí pudiera sacar una conclusión, no todo ha sido malo o desastroso en mi vida, también existen y han existido momentos felices. Para olvidar los malos días me impuse la amnesia intencionalmente y dio resultado, con eso evité desquiciarme.
El maldito aparato continua llamando. No tengo deseos de escuchar ninguna voz, que no sea esa íntima que ahora dialoga con mis recuerdos, mientras mis dedos hartos de buscar y de hurgar, se abrazan a los pinceles y juegan con ellos sobre una tela apoyada lánguidamente sobre el atril. Desde mi interior algo me dice: no respondas. Pese al tibio sol presiento un nubarrón desgraciado. ¡Nada es perfecto en la vida, sí no lo sabré yo!
Tomo el maldito aparato y ladro. Tengo una voz más bien ronca y cuando la fuerzo hace palidecer los tímpanos de cualquiera que interrumpa mis meditaciones y esa mañana no deseaba hablar con nadie, menos aún que quebraran mi rutina de frutas y de infusiones de yerbas. Total ya me había acostumbrado a la idea: mi abogado ese día tendría una gastritis o bien un ataque al corazón y yo iría a verlo al hospital o al cementerio, porque los tan recomendados papeles no aparecían por ninguna parte. La semana anterior le dije:
- No me dejes papeles aquí, se me van a perder. El muy porfiado los dejó en una de esas carpetas plásticas de color azul. Tan poco creativo este hombre, siempre pienso que debería poner a su secretaria a pintar con acuarela unas cartulinas y hacer de ellas unas carpetas que conjuguen con los ánimos o las situaciones vivénciales de sus clientes, a mí – por ejemplo – en ningún caso de plástico y menos con ese tono de azul tan frío e impersonal, que naturalmente a él tanto le agrada. Juancho es un tipo muy agradable y he perdido la cuenta de los años que lo conozco y la de papeles que le he firmado. Siempre está arreglando mis asuntos, que lógicamente le reportan buenos honorarios. A ratos me parecen excesivos sus cobros, pero en ocasiones me parecen justos, no por lo que él realmente hace... sino por soportarme, en especial mis cambios anímicos de última hora, como aquélla vez en que ya tenía la escritura lista con la venta de esta propiedad y antes de ir a la notaria lo llamé y le dije:
- Juancho, olvídate, ¡no vendo!
Según me contó después de un largo tiempo, se vio en apuros con los compradores, quisieron demandarlo, cobrarle daños y perjuicios, mientras él sentía que la úlcera se le traspasaba o perforaba. Sí se enojó conmigo, ni cuenta me di, porque junto con cambiar de opinión respecto de la venta, me fui a una bienal de pintura en Antigua, Guatemala y me olvidé de todo entre tanta maravilla, incluso de él, de sus papeles y los eventuales compradores de la propiedad.
El teléfono continuaba brincando en su colgador, lo tomé bruscamente y grité una respuesta, más bien era un ladrido, quién llamaba enmudeció. Más que colgar la bocina, virtualmente lo incrusté en la pared y esperé que no intentaran otra llamada pero me equivoqué, mi grito no había surtido ningún efecto, menos el que yo esperaba, el aparatito volvió a emitir su agudo sonido de atención y en la lejanía escuché la voz inconfundible de ratita muerta de mi amiga Paulina, más que hablar gemía un aló desesperado.
- Maruchi, estás ahí.....
- Maruchi, te desperté. ???
- Noooo, grité y a la vez pensé que mi pobre amiga era más tonta que un zapato…de cuándo aquí que yo dormía en el taller? También me juré que, aunque detesto los contestadores automáticos, esa misma mañana compraría uno, así no tendría la obligación de escuchar a quién no quiero oír tan temprano. Una de esas voces es la de Paulina, siempre se está quejando o sufriendo un dolor intenso, el que relata con lujo de detalles, obteniendo a cambio que le diga, que sus males no obedecen a otra cosa que a su falta de utilidad en la vida. Creo que en ocasiones le he dicho más de lo imaginable, pero ella continúa y sigue llamando.
Esta vez ni se asusta con mi brusquedad y continúa impertérrita.
Disculpa que te moleste, pero tengo que hablar contigo. Su voz es casi inaudible.
Dime Paulina, qué te ocurrió esta vez, respondí con paciencia y convencida que ella es el karma de más de algún pecado de mi vida pasada o de la actual. Cada vez que ella llama pago una cuota por mis pecados y como son tantos los años que lleva haciendo lo mismo, me pregunto qué habré hecho en esta o en otra vida, para continuar pagando siempre. Y en esos momentos es cuando culpo a los varones que tuvieron la suerte o la desgracia de cruzarse por mi camino e intento descubrir por cuál de ellos es que estoy tan endeudada, como para pagar un tributo tan alto por el simple hecho de haberlos amado.
Es la única explicación razonable para tener que soportar a mi flaca y monacal amiga. Paulina tiene una ventaja sobre las demás mujeres que conozco, tiene aspecto de niña, en su rostro no existen las arrugas y en su cuerpo no hay rollos ni grasa de más. Es prácticamente imposible calcularle la edad.
- No sé sí ya lo sabes... dijo con un hilo de voz.
Cómo querrá que sepa cuál es el drama de esta semana, sí acabo de regresar a la civilización, sí es que así se le puede llamar a una ciudad atestada de edificios, vehículos y gente histérica a causa del ruido que todos emiten. Durante varios días me libré de sus llamadas, las que deben sumar millones, puesto que es una costumbre de larga data, específicamente desde nuestra niñez y a medida que han pasado los años nada la ha detenido para mantener el contacto, ni siquiera los partos, los temporales, viajes o cualquier otra cosa que le pueda acontecer a un ser normal y Paulina definitivamente no lo es.
Su vocecita de ratita de laboratorio utiliza siempre la misma frase: “no sé sí ya lo sabes...” y ahí comienza todo. Una vez fue el cuento del fresco de su marido que se fue de viaje con la secretaria de los pechos grandes nada menos que a Europa, mientras Paulina tejía ropa para su próximo retoño, niño que ahora tiene varias novias y unos cuantos líos con mujeres casadas y mayores que él, porque salió pintado como su padre, el que pierde la brújula ante cualquier pollera. Como dice la deslenguada de la Tita, quién confiesa haberse visto en aprietos con el precoz nene de mi amiga Paulina, que no respeta ni a las amigas de su madre y mejor no pronunciarse con lo que ocurre con las chicas de su edad.
Fue espantoso, dijo como haciendo eco.
Ay no! cuando Paulina dice que algo fue espantoso, es realmente cierto. Ella tiene muchos defectos, desde mi particular punto de ver la vida, pero a la hora de decir algo, no sabe exagerar y relata con exactitud científica hasta ponerle a uno la piel como de una gallina desplumada. En una oportunidad me contó con detalles de patólogo un accidente automovilístico en el que se vio involucrada y dónde fue el único testigo. Los cuerpos ensangrentados y los hierros retorcidos se sucedían como en una película de terror. Su relato me impactó más de lo que yo creía y como resultado de él pinté un cuadro rojo, sangriento, casi macabro, que enloqueció a una gringa venida de visita a mi taller y terminó llevándoselo a Suecia, cuando aún no lo terminaba y su pintura estaba fresca.
A veces los relatos de Paulina me otorgan beneficios inesperados. En ocasiones me hacen reír y a veces llorar a gritos; Paulina no se inmuta ante mis reacciones artísticas, y como ahora, continua impertérrita su relato:
-“Viajaban en el avión, ese nuevo para seis u ocho personas que compró Ricardo en Dallas.”
Me distraje, no sé de qué me habla la Paulina.
¿Quiénes viajaban en el avión de quién?, pregunté.
Los Ríos...
No es posible…
Los Ríos son tantos, van y vienen por el mundo como gitanos cargados de maletas e implementos tanto para la nieve como para el agua. Siempre he tenido la impresión que viven en eternas vacaciones. No entiendo nada y me preocupo porque entre ellos está Alejandra, entonces interrumpo a Paulina y pregunto:
- Y Alejandra dónde está? ¿Qué pasó con ella?
- A ella nada. No viajaba en el avión, aparentemente tenía que
hacerse un chequeo médico y se incorporaría al grupo después.
- Paulina, de qué grupo me estás hablando?
- Te explico, cuando tú andabas fuera, aparentemente salieron sin problemas desde Santiago, pero se toparon con un frente de mal tiempo, luego no se qué pasó, tal vez el invierno Boliviano, la cosa es que el avión se precipitó a tierra y se estrellaron en lo que llaman la pre-cordillera y los han buscado por tierra y cielo….Les han encontrado anoche…
- No hay sobrevivientes. Murieron todos ahí mismo.
- Paulina ¿quiénes viajaban con Ricardo?
- Iban los Friso y un matrimonio extranjero de apellido Williams, que estaban asociados con los Ríos en la exportación de madera.
A los Friso los conocía desde hacía un par de años, no eran de mi predilección; él un setentón fresco y adinerado, que no perdía oportunidad para hacerle trastadas a algún despistado. Los Williamson los había conocido algunos años atrás; él muy alto y flemático, ella pequeña y rápida, tanto que siempre sospeché que era ella quién realmente llevaba el negocio de las maderas y sus exportaciones a Europa. Lástima, era gente buena y en su sala de estar – allá en la vieja Europa- había un cuadro mío, que les había costado una buenas y suculentas libras esterlinas.
La mujer de Alan Friso era menor que su marido por lo menos diez años, los que acentuaba con una cirugía estética realizada en Brasil a un costo increíble. Era bella y algo poco claro existía con Ricardo, para mí que eran amantes y vaya uno a saber desde cuándo. En todo caso, esa es una historia que a pocos les interesa conocer, tal vez sólo a Alejandra y en cierta forma a mis recuerdos.
No escucho la voz de Paulina, continua hablando mientras yo veo el rostro de Ricardo, sus bien definidas facciones y la línea de sus labios. Muerto, no lo puedo creer, sí lo vi hace unos días, cómo lo iba a imaginar... Tengo que ver a Alejandra.
Alejandra es colorina, “cabeza de fuego” le decíamos cuando niñas y como buena exponente de ese color de cabellos, tenía pecas en la nariz y un carácter explosivo, casi como un torbellino. La recuerdo siempre expulsada de la sala de clases y haciendo morisquetas a sus compañeras. Cuando la descubrían los profesores, tomaba sus libros y agitando la mata de pelo que siempre llevaba enredado, apuntaba la nariz al alto techo y moviendo las caderas como sí fuera una profesional de la calle, abandonaba molesta y ofendida la sala de clases. Ningún profesor soportaba la destreza lingüística de Alejandra, era experta en obscenidades y definitivamente dueña de una capacidad histriónica increíble.
Alejandra era poderosa, en el buen sentido de la palabra, su padre un colorín gordo y panzón, todo lo que tocaba lo transformaba en oro o en inversiones, que a ella le importaban un bledo. El dinero del viejo lo usaba para sus extravagancias y para sacar de quicio al casi santo varón, que no sabía otra cosa que mimarla y trabajar como un negro. Lo terrible es que no lograba dominarla y al final de cuentas, terminaba consintiéndola en todo, quizás como la única forma que había ubicado para rebajar unos gramos de peso en su abultada barriga. Alejandra era ocurrente hasta hacerle perder el apetito al viejo, sobre todo cuando manejaba o conducía un vehículo. Recuerdo que una vez le sacó el auto nuevo y llegó en él al colegio, a don Pedro casi le dio un infarto al suponer que se lo habían robado desde el interior de su casa, luego respiró aliviado cuando le llamaron desde la rectoría del colegio para decirle que estaba prohibido estacionar vehículos en el césped de la cancha de hockey. Me atrevería a decir que el buen caballero debe haberse sentido agradecido por el ahorro que ello le significaba, porque Alejandra hasta el día de hoy es incapaz de estacionar un vehículo y la muestra está en su BWB nuevo, pero abollado por todas partes.
Es posible que por su carácter alegre y amistoso haya formado con Ricardo una familia tan numerosa, conformando un grupo increíble de colorines y rubios, que no se ya cuántos son en total. Ellos deben haber pensado que por docena era más fácil criarlos o bien, fue la fórmula que encontró Ricardo para mantenerla ocupada mientras el navegaba con la amante de turno y en los últimos meses con la Friso, pero estaba equivocado, Alejandra no tenía un pelo rojo de más, debe haberlo sorprendido más de una vez en sus devaneos y con seguridad debe haber trapeado el piso con él en cada oportunidad, además de decirle las palabrotas más increíbles y en cualquier idioma, con una facilidad temible, por que Alejandra no sólo usaba los labios y mente para expresarse, sus manos eran rápidas y afiladas sus uñas, las que más de una marca dejaron en situaciones desesperadas, como al profesor de gimnasia, a quién le borró de un golpe cualquier intención con sus duros y firmes glúteos.
La colorina tenía sangre Irlandesa y semejaba un colador del que se le escapaba a chorros su origen, de ahí que siempre he pensado, que sí ella hubiese vivido en la tierra de sus antepasados, hoy sería prófuga de la justicia inglesa.
Era lamentable lo ocurrido, Ricardo era uno de esos tipos al que los años no se le notaban y según cómo vistiera lucía más joven que los cincuenta bien pasados que tenía. Me preocupaba mi amiga, sí bien era polvorita y aún mantenía el color de su pelo intacto, era débil ante el dolor, lo demostró cuando murió su padre y debió pasar mucho tiempo como para que se recuperara. Es curioso, el viejo también murió en un accidente de aviación, sí bien la dejó bien provista de bienes y fortuna, se llevó con él gran parte de la natural alegría de Alejandra, producto del juego que siempre se traían entre manos los dos: con sus barrabasadas el viejo dejaba de lado cualquier cosa por ella, algo así pasó con los gemelos, no le advirtió a nadie que su médico se lo había dicho y en aquélla oportunidad el viejo y Ricardo debieron correr de tienda en tienda para procurarse un ajuar completo para los dos bellacos, que hasta el día de hoy nadie logra distinguir, salvo la madre, quién disfruta intensamente las confusiones que producen los muchachos.
Fue el sol que caía blando sobre mi cama el que me arrancó de mis sueños a una hora poco usual para mí, dejándome la sensación de que algo pasaría, de ahí mi afán de encontrar la maldita carpeta, que ahora dejaba de tener importancia. Doble lástima, lo ocurrido con el avión y también con lo que yo soñaba, vaya situación onírica, no estaba nada de mal: me amaban y yo amaba en medio de una ciudad desconocida y en un sitio público, que me atrevería a decir que era un parque. Tal vez porque desperté más temprano que lo habitual, el sueño quedó como latente, como no terminado y luego vino mi rabieta con los anteojos y mi ojo izquierdo y finalmente la llamada de Paulina con lo del accidente. Nunca he podido saber cómo se las arregla para estar enterada de todo lo que pasa, es casi un misterio para mi, sí fuese periodista lo entendería, pero Paulina es vaga, no hace nada. Bueno, no tanto como nada, puesto que se preocupa de su casa y del teléfono, porque es gracias a éste aparatito que ella pregunta y se entera de todo. Siempre me está llamando y tengo que armarme de paciencia, porque como en un juego siempre intento sonsacarle su fuente de información. No hay caso, mantiene el secreto firmemente y yo me digo que ni las mejores cadenas periodísticas saben lo que ella logra enterarse de la vida de los demás.
Es curiosa esta Paulina, flaca como una escoba, con aspecto de novicia y lengua filuda. Sí bien no exagera en sus decires, suele dejar tantos puntos en suspenso, que uno llega a creer otra intención en sus palabras; en ocasiones sólo siembra la duda y provoca un análisis de descubrir la verdad de la fantasía. Yo le creo todo, la conozco desde hace tantos años que me la sé de memoria, siempre inicia las conversaciones con una queja o con su cantinela de: “supiste lo que pasó...” Bien digo, ella es mi karma, más bien sus llamadas. Una vez logró ubicarme en un sitio donde me estaba dando la gran vida con un varón extraordinario, ya no recuerdo cuál fue el motivo de entonces, lo que sí tengo muy claro es que interrumpió un momento importante de un fin de semana, con un alma gemela que había encontrado.
Paulina se escandaliza de mi vida errante, como la describe en sus conversaciones, suele insistir en que debo casarme de nuevo y yo bromeo al responderle: dime un nombre que me convenga y palabra que lo rapto. Sé que cuando me escucha hablar con tanta liviandad de cosas que ella toma muy en serio, pone los ojos en blanco y luego mira al cielo como implorando ayuda para esta amiga loca que ha tenido la suerte de tener. Para que no se produzcan equívocos en mi relato, una vez le hice caso a mi corazón y formalicé un noviazgo largo y tranquilo con Agustín en el altar. Desde entonces me parece que han pasado miles de años, creo que al igual que los grandes pintores, aquélla fue mi época, no pinté mucho pero adquirí tantas telas y pomos de pintura, que hasta el día de hoy siento que tengo un almacén de ellos. Mi ex-novio resultó un fiasco como marido y yo fui el adorno exótico de sus comidas de negocios. Desde los primeros días caminamos de la mano y amistosamente hacia el fracaso; ahí no hubo ni mediaron infidelidades o malos tratos, nada más tonto que incompatibilidad de caracteres y naturalmente de intereses: yo quería vivir y pintar, él quería invertir y obtener suculentas rentas.
Cada quién obtuvo lo suyo por separado, sin molestarnos ni agredirnos, un día me dije: estás loca, esta no es vida y tomé un avión con un tour sin rumbo fijo. En la práctica nunca volví con Agustín, mientras yo deambulaba por pueblos y ciudades, a él se le ocurrió no despertar una mañana y me transformé en una viuda atractiva y deseada por quienes – ilusamente- pensaron que la pintora excéntrica los podría mantener. Se equivocaron rotundamente, mi cara es ovalada y mi pelo cambia de color cada semana o según cómo ande mi estado anímico, pero en ninguna parte de ella hay un letrero que me anuncie como una tonta. Así es que, prontamente terminaron los acosos de los interesados en ser vestidos y alimentados por mí, y continué como siempre, aunque aprovechando todas las inversiones realizadas por Agustín, que me generaban jugosos intereses. Poco después de eso apareció esa alma gemela, con quién estaba cuando me llamó Paulina, como diría la deslenguada de la Manena, mi peluquera, ese hombre mataba con su voz baja. Algo mayor, bien conservado, buen mozo y culto; tenía un solo inconveniente: se llamaba Isabel, una arpía y astuta mujer que se casó con él en plena juventud, procreando varios hijos, que con el tiempo más parecían hermanos de sus padres. Que quede constancia de lo que digo de Isabel es verdad, hasta sus hijos opinan lo mismo. Ella nació para dañar todo lo que toca o le está cercano, y su marido era un prisionero de sus males imaginarios, entre los que se destacaban unos ataques increíbles al corazón, gastando en médicos más que en vestidos, lo que es mucho decir, puesto que Isabel siempre ha sido la reina de la ciudad.
Isabel estrujaba a su familia, en especial a su buen mozo marido, manteniéndoles expectantes ante su inminente muerte, que hasta el día de hoy no se materializa. Combatir con ella en esos términos era imposible, a mí ni los resfrios me afectan, soy lo que llaman una mujer fuerte como un roble y nada de frágil, pequeña y llena de trucos como ella. Quizás sospechó algo o por simple práctica inventó un viaje lejos para consultar a un nuevo especialista y con ella se fue Tomás. Así de un día para otro nada fue igual, la capacidad de inventiva de mi alma gemela es increíble, junto a él las horas volaban en vez de pasar. El tiempo se hacía poco entre frases y caricias y hasta en mis sueños Tomás estaba presente. Me era suficiente escucharle por teléfono o disfrutar de su mirada desde lejos para sentir la pérdida de la noción del tiempo. Fue una época hermosa y divertida puesto que Paulina no podía entender cómo era que me había transformado en una perfecta distraída, todo lo olvidaba, todo lo perdía. No podía explicarle que estaba enamorada, recién viuda, de un hombre con el cual me separaban dos décadas. No lo habría entendido jamás, ¿entonces para qué entrar en explicaciones? No valía la pena y el recuerdo de Tomás quedó escondido en mi loco corazón. De vez en cuando aparecen varones tan agradables como él, pero resultan ser un pálido y fugaz reflejo de mi amor sojuzgado por las circunstancias y por Isabel. Cada vez que nos encontramos sus ojos brillan y yo francamente enloquezco, hasta el punto que Paulina suele decir a todo el mundo, que de todas sus amigas... la preferida de su padre soy yo.
Regreso el estúpido teléfono a la pared, sacudo la cabeza como para borrar tantos pensamientos, olvido la maldita carpeta que necesita urgente Juancho y camino hasta la puerta de mi taller, sintiendo que tengo un deber que cumplir: ir donde Alejandra con aspecto civilizado para acompañarla en su duelo, a sabiendas que pienso que vivirá mejor sin el bribón de Ricardo.
Al cerrar la puerta del taller, por un instante me digo: al menos no necesitaré en todo el día los malditos anteojos chicos, caros y recién estrenados... mañana no se escapan de la guerra que les daré para domarlos, hoy nada, hoy me toca prestarle el hombro para que llore mi amiga sobre el, del mismo modo como ella me prestó el suyo cuando hube de decirle adiós a Tomás, obligada por las circunstancias y por esa arpía de Isabel. Lástima que todo esto no se lo pueda comentar a Paulina, que también irá donde Alejandra, no lograría entenderlo, porque de todos los hombres que pasaron por mi vida…él, su padre... siempre será mi inolvidable amor.
Enfin, mañana será otro día, ya veremos qué de nuevo me trae el próximo amanecer……
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