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Cuando a Tony Moro lo sepultaron, lo vistieron con su traje de gala, pero le quitaron su placa postiza superior, ya que dentro del féretrose veía demasiado dientudo. Por lo tanto, se le veló en la capilla del pueblo, en donde Tony fue el peluquero durante 93 años, casi los mismos de su existencia, ya que al parecer había nacido con una tijera debajo del brazo.

Pues bien, la placa quedó tirada en un cajón herrumbroso y allí permaneció hasta que un buen día, dicho cajón fue abierto por una viejecilla que tomó todo y lo arrojó a la basura. A cambio, colocó allí a modo de forro, un papel satinado y sobre él puso sus trajes, tan pasados de moda como el mueble mismo, aunque limpios y ordenados con un método que la señora empleaba en todos sus asuntos.

El tema es que la placa dental superior de Tony Moro quedó dentro de un tarro de basura, sobre unas latas de sardina y al lado de unos pepinos putrefactos. Esto pudo haber terminado allí mismo, pero en la tarde de ese día apareció Tancredo, un pordiosero que siempre transitaba por dichos pagos en busca de comida y algunas monedas que le dieran las personas que anduvieran en las proximidades. El hombre, tan vejete como Tony Moro, quien más de alguna vez le había talado su larga cabellera, ese día se moría de ganas de comer algo, ya que la noche anterior se había tomado una botella de coñac que le regaló la rubia Marilyn, un poco menos vieja que él, pero generosa con los que consideraba sus amigos. Además, la mujer le debía algunos favores, ya que vivía en una cité poblada de gente de los más diversos pelajes y Tancredo le había reparado una estufa y fabricado algunos anaqueles en donde ella colocaría retratos suyos, cuando había sido una bella joven.

Pues bien, el hambre es cosa viva y se manifestaba en retortijones que le señalaban a Tancredo que un buen causeo sería beneficioso para acallar esa protesta de sus entrañas. Hurgó pues en cuanto tarro tuvo a mano y dio con un trozo de carne que alguien botó, ya satisfecho su apetito. Tragaba el hombre tomando el alimento con una mano, mientras con la otra continuaba hurgueteando en otros basureros. Fue allí que dio con la placa de Tony Moro, la que ya necesitaba algún enjuague, pues los pepinos habían sido bastante invasivos y le habían transmitido parte de su putrefacción a la pálida prótesis. Verla y gritar de contento fue una cosa para el pordiosero, ya que hacía un buen tiempo que necesitaba una para que le quitara su expresión un tanto papiche. Como el hombre carecía de recursos, visitar a un dentista le resultaba demasiado oneroso, por lo que, esta prebenda del destino la recibió como una verdadera bendición.

Enjuagó la prótesis en un grifo cercano y después de inspeccionar que esta se encontrara lo suficientemente limpia, se la colocó como si siempre hubiese sido suya. Para suerte suya, o una concesión milagrosa de algún santo que lo amparaba, la placa se encajó a las mil maravillas en su mandíbula. Corrió a mirarse en una fuente de agua un tanto verdosa por el musgo y se dio cuenta que ahora se veía hasta más joven y realmente buenmozo.

Agradeció pues a los cielos por este regalo y como sus andrajos no andaban en consonancia con su nuevo rostro, se dirigió a una tienda de ropa usada y buscó una tenida más digna. Mal que mal, el dueño también le debía algunos favores, ya que le había engrasado sus cortinas metálicas en varias ocasiones, sin recibir más pago que un sándwich y un café. Encontró la ropa adecuada y el dueño, que primero no lo había reconocido, se alegró de verlo tan repuesto y le regaló otras vestimentas para que iniciara una nueva vida.

Finalmente, la Marilyn se quedó prendada del mendigo, que ahora ya no lo parecía y le ofreció que se viniera a vivir con ella. Después de un tiempo, Tancredo supo que se vendía la peluquería y junto a su pareja, pagaron un dinero que ella tenía y la adquirieron a precio módico. Demás está decir que Tancredo ganó fama con buen peluquero y todos acudieron a ponerse bajo sus tijeras y navajas para salir con peinados varoniles y de muy buen gusto.

Tony Moro, ya corroído en su tumba, créanme o no, desencajó su mandíbula y si alguien lo hubiese visto, pensaría que sonreía de buena gana. ¿Y por qué no, si la peluquería que tanto había querido, ahora estaba en muy buenas manos y esa había sido su herencia y también su legado?








Texto agregado el 05-07-2013, y leído por 67 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-07-2013 ...muito bom. naves
05-07-2013 jjajjaj a partir de una mandíbula un cuento que disfruté de punta a punta. Muy entretenido! miriades
 
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