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GEORGESON: Parte III

Luego de siete años de escenarios, y del reconocimiento en el círculo bohemio de los bares y músicos independientes, nuestro amigo Harry consiguió ser parte de un festival nacional de nuevo folk.
Jorge, en cambio, estaba cagado de miedo luchando por su vida. Tomaba la guitarra cada vez que lloraban sus tripas. Alimentándose de recuerdos. De aquellas melodías de antaño en la casa de su infancia.

Como una forma de reconciliarme con el pasado, tuve la costumbre de escribir a casa dos veces por semana.
A tres meses del festival, recibí respuesta con la letra de mi padre. Mamá había enfermado súbitamente y su condición no pudo estabilizarse. Falleció en julio, en pleno invierno. El mundo se me caía a pedazos con cada párrafo.
De regreso a la casa de mis padres era perceptible como la alegría de los cumpleaños y fiestas se cambió por un gris sofocante. Los olores a aliños en la cocina fueron remplazados por el tabaco de papá, que ya no comía. Encontró una nueva vocación como “llenador de ceniceros”. Le iba muy bien, pero la paga consistía en soportar un rostro cadavérico y un tono amarillento en dedos, dientes y gases.
No hubo mayor diálogo entre ambos. Al entrar a mi vieja habitación me senté en la cama. Recorrí con la mirada cristalizada cada uno de los afiches de mis gustos musicales de adolescencia. Había olvidado sus ojos desafiantes a la cámara, sus ropas negras, largas cabelleras, tatuajes y esa actitud de “heme aquí, me cago en el sistema. Vivo la vida entre sexo, drogas y rock n’ roll. Compra mi disco”. Que montón de payasos, compitiendo entre sí, quien llevaría el estandarte del rock.
Los saqué a tirones de la pared e hice pedazos a cada uno de ellos. Finalmente noté en una esquina que me observaba tímidamente la Gretsch. La sostuve y exorcicé rasgueando un sol menor, mientras mi guitarra comenzó a llorar suavemente.

Al regresar por los preparativos del festival, salía sólo a probar sonido. El resto del día visitaba la fiel barra de cualquier cantina. Esperando por una rápida cicatrización.
-¿Qué acaso no tienen fama de psicólogos y hombres sabios?- escupí ante el barman. Un tío menos gastado por el tiempo que yo. Que luego de mi comentario, adaptó un rol comprensivo.
-No se preocupe amigo, todo dolor es pasajero y siempre descubriremos que Dios cierra puertas pero nos abre una ventana –lo miré con asco.
¿Qué sabía este tarado del dolor, de Dios y de puertas y ventanas?
-¿Eso es todo? –tragué el resto de líquido en mi vaso y pregunté su nombre.
-Jorge –respondió.
-Joder, ¿acaso se gastaron los nombres? –me retiré cabreado.

Esa noche comenzaba el festival y me molestaban aún las palabras del cantinero. Me hostigó su sabiduría de libracos de memoria. Pero sobre todo, me molestó su nombre y que el muy pendejo finalmente tuviera la razón.

Texto agregado el 04-07-2013, y leído por 80 visitantes. (0 votos)


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