GEORGESON: Parte II
Al terminar ese año decidí largarme de casa. Ya no les dirigía la palabra y la estancia ahí me dejaba agridulce tanto la voz, como los pensamientos. No miré sus caras por miedo a dudar y más de una lágrima supe esconder.
Mi madre con el alma colgando de un hilo, llenó mi bolso con emparedados y unas fresas que, luego de mirarlas, las retiré del interior. No quería nada que me recordara a los Beatles y sus campos de strawberries.
Partí cargando mi primera guitarra, dirección a la capital. Me dio asco sostener la Gretsch y me sentía mucho mejor dejándola en el olvido, acompañado sólo de las esperanzas que todo será mejor. Lo único que me mantiene vivo hasta hoy.
Había que ganarse la vida en algo. Gasté tantos años con la música que nunca aprendí otro oficio que no estuviera ligado a las artes. Conseguí una oportunidad en el Yegua Loca. Un localucho de mala muerte, en la periferia de la ciudad.
Preguntaron mi nombre, para agregarme en la lista y la respectiva presentación. Los nervios y recuerdos con sólo escuchar la palabra NOMBRE, me hicieron titubear y sin saber que respondí, observé como el tío del micrófono, quien lucía una evidente peluca y un traje que desempolvaba cada fin de semana, sonreía sarcásticamente, a medida que escribía en sus tarjetas diciendo que “voltearía esta parte para que no se prestara para confusiones”.
-Menudo nombre te creaste o tus padres son unos condenados hippies –decía con soltura el muy hijoputa. No tuve oportunidad de réplica porque el almuerzo se asomaba por la garganta. Los nervios disponen y su palabra es ley.
Luego de unos quince minutos de desahogo, en los que te repasas una y otra vez “que monos pinto yo aquí”, tocaron la puerta del cubículo donde abrazaba con lágrimas y ácido en la boca, la asquerosa taza. Los obsesivos compulsivos dicen que un millón de infecciones se encuentran en estos lugares. Conmigo seríamos un millón uno.
Volvieron a golpear y una voz raspada y gutural agregó “chico, ¿estás bien? Sigues tú”. Salí con los ojos desorbitados y la cara color papel virgen.
Gracia me dio al notar que quien llamaba, era un tipo de grotesca baja estatura y de una calva rojiza. Contrastaba a la perfección con los ladridos que escupía.
-¡Por Dios! Estás hecho una mierda –mencionó- toma estas gafas y ordénate el pelo. El resto depende de ti.
No respondí. Le arrebaté con arrogancia los lentes y salí de esa pocilga de baño, sin tocar mi cabellera. Camino a la tarima principal escuché el llamado. Se refería a mí sin duda.
-Dejo con ustedes a un chico nuevo en la ciudad. Ya saben las reglas, “nada de arrojar objetos a los novatos” –palabras que serían mi obituario artístico. El del animal muerto sobre su cabeza, me miro sudando preguntando si estaba listo. Tras asentir con la cabeza, prosiguió.
-Damas y caballeros. Harry Georgeson.
Al menos tres cosas eran falsas en esta presentación. Una vez arriba alcé la vista más allá de los reflectores, pero no observé ni damas ni caballeros y mucho menos estaba haciendo el loco un tal Georgeson. Sólo una manada de borrachos y las putas que trataban de chuparle el alma a sus billeteras.
A nadie le importaba lo que el buen Harry tocara. Di libertad a las manos, para que se divirtieran. Sobreviví a esa noche y a muchas que le siguieron.
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