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Suena una campana. El sonido, metálico, viaja a través de luz sosegada entre los ventanales. La estancia es enorme, larga, sostenida por dos series de pilares altos y definidos, de un tono gris viejo, muy viejo. Los ventanales no están decorados, la luz blanca se cuela entre ellos, cayendo sobre un piso de lozas blancas y negras. Y la campana tañe, el sonido corre, la luz cae y el mundo deja de respirar por un segundo. Yo, yo solo veo un final. A mi espalda las paredes se cierran en un arco vertical, coronado por un ventanal circular de tonos azules, verdes, purpuras y rojos. La luz que cascadea por este ventanal crea un círculo borroso de color, unos pasos delante de mí. Y hacia el frente, la nave se extiende, inacabable. Supongo que la luz se acaba después de los primeros cien metros, pues más allá de eso no puedo ver. Y solo estoy yo. Junto con el sonido de la campana. La campana, que suena. Y yo, al pie de las paredes, que escucho. Puedo caminar hasta la luz multicolor. Pasearme en sus tonos multifacéticos, cambiar mi color propio, bañarme en ellos. Y aventurarme más allá, a través de los pilares de piedras, a través de los pilares de luces, a través de los pilares de oscuridades que se esconden detrás de los pilares. Y, si quisiera, podría caminar un poco más, hasta aquel extraño borde oscuro en el final de los ventanales de luz o de la luz de los ventanales. Y extender la mano y tocar la oscuridad absoluta. Podría. Puedo. Pude. Y cuando pude, lo hice. Y volví. A través de la luz, la oscuridad y el color. Sin importar donde estuve, la campana no dejo de sonar. Y yo, no pude parar de escuchar. ¿Quién tañe la campana? ¿Alguien tañe la campana? ¿A qué motivo se debe su tañer? ¿A qué demoniacamente celestial festival estoy invitado, llamado, acechado por el sonido eterno?

Las preguntas son alimento y hambre, agua y sed. La vida es eterna, tanto como eterna es la luz. Los sentimientos son borrosos como los colores. El futuro es la pared negra negrísima al final de la catedral.


Y este soy yo. De pie. Callado. Autorretratándome.


Haciendo un yo más para agregar a mi inacabable colección de maniquíes.


Y este soy, en mi catedral de la soledad.

Texto agregado el 04-07-2013, y leído por 84 visitantes. (0 votos)


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