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Recuerdo, increíblemente, el día que nací como si fuese hoy. De hecho no fue hace tanto tiempo pero lo recuerdo muy bien. Era un día de calor y humedad, en la época de noviembre, donde las temperaturas aumentan progresivamente, donde las lluvias se dan de tanto en tanto y nos llevan, de a poquito, al infalible verano de diciembre. Fue un nacimiento como todos. Fui creciendo de a poco, también como todos los demás.

Los más cercanos a mí siempre los consideré como hermanos, éramos realmente parecidos, rubios, de igual altura y tamaño. Pero, la que realmente me contuvo y estuvo junto a mi en todo momento fue siempre mi madre. Con ella tengo un apego especial, y sé que hasta hoy, aunque no la pueda ver, me sigue amando como el primer día. De mis hermanos pienso lo mismo y en efecto, lo seguiré pensando hasta el final de mis días. Nos divertíamos mucho. Éramos los rebeldes que nos salíamos de la posición que el jefe quería, que desobedecíamos cualquier regla que la gravedad haya impuesto. Por último, los más alejados, aunque el amor no era el mismo, tuvieron en mi la consideración de amigos con los cuales compartí momentos perennes en mi memoria. Inolvidables por la intensidad y por la fuerza que nos unió mientras duró lo que tuvo que durar.

Perdón si estoy nostálgico, el momento lo amerita.

Todos los días dormíamos aplastados uno junto al otro, en la misma litera sufriendo por ahí una almohada dura o una demasiado suave u otra demasiado finita. Casi siempre cambiaban. Pero era un momento de tranquilidad por excelencia. Porque dormíamos juntos y nada nos alejaba durante algunas horas, ni el viento, ni el calor, ni el trabajo, ni nada que se le pueda llegar a ocurrir. Durante el día todo dependía del clima. Si hacía calor, todo se hacía pesado, difícil de llevar. Ya con el frío nos juntábamos para funcionar mejor como un equipo. A veces, por las noches o también por las mañanas, recibíamos la bendición de dios de poder recibir un baño de aguas frías, de lavarnos hasta la última de nuestras partes y poder comenzar o terminar la jornada limpios, frescos. Alegres.

De los momentos felices guardo en mi memoria aquel verano, ese en una ciudad costera. La playa era el paraíso que esperábamos porque era la época que estábamos constantemente al aire libre, con la brisa suave y acogedora del mar, y con poco trabajo. Algunos se quejaban de la arena que los dominaba de arriba a abajo y otros, como yo, adorábamos la sal de las olas en nuestro cuerpo, nos daba un colorcito más que envidiable cuando el sol de mediodía nos atravesaba directamente la piel. En ese verano, creo hasta hoy, también conocí el amor. No estaba muy lejos de mi y era tal cual me gustaban. Fina, rubia y un poco más baja que yo, pero demostraba mucha presencia y se me hacía más que interesante mirarla. Aunque las palabras no corrieron, yo la veía y creía sentir lo mismo de su parte. Inmadurez o inseguridad que hoy lamento, aquella de no haber avanzado.

A lo largo de mi vida, no tarde en conocer, tampoco, el resultado triste y desolador de la muerte. Sufrí en carne viva lo que fue perder a un hermano. Pobre, era realmente joven y cargaba con un futuro muy promisorio. Discúlpenme, de todos modos no quiero volver a ahondar en este tema, quiero dejarlo atrás, solamente voy a decir que lo vi, en una mesa, inmóvil, sin signos vitales. Nos costó recomponernos, aunque con fuerza y voluntad lo superamos. Sin embargo, es el día de hoy que estoy más cerca de entender lo que el sintió en ese momento. Otros también “cayeron”, pero el hecho de no conocerlos solo me privó del llanto aunque no del espanto, de verlos ahí, muertos como insignificantes.

Y si de miedo se trata, hubo un mes de nuestras vidas que fue de lo peor. Sufrimos una invasión, que más que patriotismo, trajo penumbras, desolación y calvario. Duró un mes, aunque para mi fue como un año. Un año de estar hostigado por foráneos, de resistir como gusanos consumidos el peor de los embates. Hasta hoy, han llegado rumores de otras partes que comentan que sólo unos médicos se encargaron de echarlos, aunque yo creo que se fueron por su cuenta, ni nuestra propio cuerpo podíamos ofrecer.

Es así que al momento al cual voy a referirme en unos instantes llegó esta tarde. El boca a boca me informó que nos quedaba poco tiempo, que la solución había arribado. Nunca tuve tanto miedo. Disfrute ese último sueño junto a mis inseparables cuatro hermanos y mi madre. Nos uníamos sabiendo que a la mayoría le esperaba lo peor, que tal vez no habría mañana. Como si fuera una última voluntad, la almohada esta vez era suave, como a mi me gustaba y a pesar del pánico pude dormir con total libertad. Tenía las horas contadas. El baño por la mañana fue de lo más satisfactorio aunque, como siempre, me avergoncé por estar desnudo frente a desconocidos, por mostrar mi intimidad a ajenos. Pero, mal que mal, sabía que era el final, no había nada de qué avergonzarse. Sufrí nuevamente ese intenso calor de febrero en la cabeza y el cansancio del trabajo, de acercarme, de alejarme, de sufrir el viento.

Sufrí.

Y ahora ya estamos aquí, en esta suerte de laboratorio y el relato se acaba. Ya no temo, porque muero junto a los que siempre he querido. Ya se acerca con velocidad, ahora recorre los bordes de la oreja. El resonar, el tac-tac de las pinzas metálicas se acerca, retumba en mis oídos profundamente, mientras veo como mis compañeros son “barridos” por la escoba. Ya se acerca aun con más velocidad. Viene a donde yo estoy erizado, viene al flequillo.

Y el tac-tac-tac pasó insensible, llevándose su vida.

Y cayó al suelo, junto a sus compañeros, hermanos, madre. Mientras el muchachito agradecía el toque final del peluquero y sonreía por el buen resultado.

Texto agregado el 03-07-2013, y leído por 93 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-07-2013 Es un buen, no, muy buen relato. Escribes bien y se nota... Sobre el argumento, es el tipo de cuento que atrapa con un montón de indicios que decantan en un gran final. Pobres los patudos! ANTEELTECLADO
 
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