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¡La Laurita loca! ¡La Laurita Loca!-gritábamos los niños cuando la veíamos acercarse por la calle, y al mismo tiempo, todos corríamos a escondernos y a alejarnos de ella. Digo todos, pero no, yo siempre me quedaba rezagado, esperando que se acercara, no sé por qué, pero sentía una fascinación por ver de cerca su larga y esmirriada figura, toda vestida de negro, de los pies a la cabeza, su boina que cubría parte de sus cabellos, que yo los veía tan blancos que brillaban con la luz del sol, y sus ojos azules que era lo que yo siempre esperaba ver, una mirada tan limpia y profunda, de un azul oscuro intenso, que parecía que siempre querían decirte algo, transmitirte un mensaje, pero ese mensaje jamás salía de sus labios. De hecho, nunca la escuché decir algo, ni una mala palabra, ni un insulto, ni un regaño, nada, a pesar de que todos los niños que nos burlábamos de ella, merecíamos eso y mucho más. Y su bufanda, o charlina, como se les decía en esos tiempos, también en azul, pero un azul pálido, que contrastaba con el resto de su ropa, toda negra y con la cual, ella envolvía su cuello o se la sacaba y la revoloteaba sobre su cabeza cuando respondía a nuestras burlas, persiguiéndonos.

¿Por qué Laurita Loca? Nadie lo sabía. En ese entonces, por lo menos, ninguno de sus verdugos, que éramos los niños de esa época –estamos hablando del Zapallar de la década de los años cincuenta, donde la iluminación era escasa, el sistema de vida era lento, nadie se apuraba por nada. Existían en Zapallar, los dueños de los grandes caserones o mansiones, que eran la clase privilegiada de esos años, después venían los dueños de negocios (almacenes, restaurantes o fruterías) que vendrían siendo la clase media y por último, la clase modesta, obrera, campesina, pescadora, de la construcción, la clase que servía a los privilegiados, que lavaba su ropa, cuidaba sus jardines, enceraba sus casas, en fin, ese era el Zapallar de los cincuenta.

Laurita Loca, pertenecía a la clase media, su familia tenía un almacén muy cerca de la casa de mis abuelos, un almacén que, al entrar uno a comprar, se sentía un aroma tan especial, tan sutil, que no se siente en los negocios de ahora. Este almacén era atendido por sus hermanas, unas viejecitas bonachonas, que atendían a su público con mucha cordialidad. Su apellido, de rancio abolengo, la verdad, no lo recuerdo bien si era Fernández, Salas o Cisternas, pero, la verdad, pertenecían a la clase que tenía un buen pasar. Laurita Loca había nacido por allá por 1906 más o menos, siendo la menor de tres hermanas, por lo tanto, fue la más mimada y consentida, su familia vivía por ella y para ella. También, era muy hermosa, de piel blanca, como los hielos antárticos, cabellos dorados, que llamaban la atención y sus ojos azules, que al mirar, transportaban al Olimpo a los jóvenes que se le acercaban y que ella remataba con risa sonora que era música celestial para todos sus admiradores.

Transcurría el año 1922, cuando en Zapallar se comentaba la llegada al pueblo de un joven francés, que se había hospedado en el Gran Hotel, recién terminado en ese entonces y que era el único que existía en el pueblo. La llegada de este extranjero, era el comentario obligado de toda dueña de casa que salía a comprar y de todo hombre que salía a trabajar, todos comentaban su porte, sus modales, su andar, su singular bufanda azul.
Se le decía a Zapallar, pueblo chico infierno grande, debido a que un comentario cualquiera, se desvirtuaba rápidamente y adquiría ribetes incontrolables, que después no se podían desmentir. Se decía del francés, que era un criminal que había huido de su país, después de matar a un rival de amores, que venía aquejado de un extraño mal y que había llegado a bien morir en la tranquilidad del pueblo. De todo eso, nada era verdad, sólo especulaciones, la realidad era otra muy distinta, venía huyendo, sí, pero de sus propios fantasmas, de esos que se adentraron en su alma cuando era un joven combatiente de la Primera Guerra Mundial, que supo lo que era vivir los horrores de las trincheras, de ver cuerpos despedazados junto a él, de ver morir, uno a uno, a sus mejores amigos, a veces con grandes sufrimientos o largas agonías y él, sin poder hacer nada por aliviarlos. Un mortero que estalló a pocos metros de su trinchera, puso fin a sus días de combatiente de la Gran Guerra , lo mandó directo a un hospital, agónico, con una cadera semi destrozada y cuatro años por delante de operaciones que lo dejaron al final con una cojera, en la cual arrastraba ligeramente su pierna derecha.

Después de eso, terminada la guerra, dio a deambular por las orillas del Sena, por las callejuelas en donde se encontraban los famosos restaurantes de París, punto de encuentro de tantos y tan variados artistas. Él llegaba, se sentaba, pedía un coñac, no conversaba con nadie y se marchaba. Fue en una de esas caminatas cuando el destino lo hizo tropezar con un joven sudamericano que hablaba a medias el francés y que trataba de disculparse por haberle hecho perder el equilibrio. Olegario, que así se llamaba el joven y Alain, que era el nombre del francés, simpatizaron y de allí creció una amistad que llevó a Olegario proponer a su amigo a conocer Chile y, mejor todavía, a conocer Zapallar, que en esos años ya comenzaba a ser conocido como un balneario donde no cualquiera podía sentar sus reales.

Fue así como se gestó la llegada de Alain a Zapallar y fue así como llegó a conocer a Laurita Loca, perdón, Laura, que en ese tiempo era una preciosa chiquilla de unos dieciséis años, que ni siquiera se daba cuenta del revuelo que causaba a su paso entre los jóvenes de la época.

Existían en Zapallar muchos hermosos paseos y que todavía existen, en donde las parejas, familias o amigos, solían caminar en las tardes de verano o iban a tomar once o a comerse unos mariscos, en fin, estos paseos, la Isla Negra, el Mar Bravo, la Poza de Las Perdices, el Cerro de La Cruz y algunos otros, pero fue precisamente en la Isla Seca, una tarde de Febrero, cuando se cruzaron sus caminos, sus miradas, sus sentimientos, que calaron hondo en el corazón de cada uno. Ella vio en él al Príncipe Azul que toda muchacha anhela llegar a conocer y él vio en ella, la inocencia de una muchacha de pueblo, quizás el mismo era de estos pueblos en Francia, una joven que podía cambiar todos sus sentidos, quizás, hacerle olvidar los horrores de la guerra, su menoscabo físico, que en ese momento, pasó al olvido, ya que ella ni siquiera lo había notado, todo esto y enamorarse, surgió en el instante en que se conocieron, conversaron, se hicieron preguntas, él, prendado de su inocencia, y ella, escuchando embelesada todo lo que él le contaba, de su vida, de su infancia, de sus aventuras juveniles y de la guerra, ese fantasma que no lo dejaba ni a sol ni a sombra y que a veces, cuando tenía sus momentos de crisis y caía arrodillado, con las manos sobre su cabeza, sintiendo dentro de ella el silbido de las balas, las explosiones de los morteros y cañones, que mandaban su metralla sobre ellos, era en esos momentos de mayor dolor, cuando sentía las manos de Laura, que acariciaban sus cabellos y sus labios, de donde salían las palabras de consuelo que confortaban su alma y aquietaban su espíritu.
En el pueblo, cesaron los rumores, es más, la gente veía con agrado como se consolidaba el amor de esta pareja, como también, daba su aprobación la familia de Laura y ya pensaban en una futura y cercana unión de los enamorados.

Lo que nadie sabía, era que los fantasmas no lo dejaban en paz, muchas veces despertaba de madrugada y se dirigía a la isla seca, subía a la gran piedra y se aproximaba a la orilla de los caletones, unas grietas enormes que ocultan cuevas en lo profundo del mar, y cuando éste se adentraba en ellas, con toda su fuerza, producía un ruido como estallido de bombas, un estruendo infernal, en el cual, se daba cuenta uno del poderío del mar. Fue uno de esos días que Laura lo pasó a buscar muy de mañana al hotel y le dijeron que había salido y dejado dicho que iba a la Isla Seca. Un mal presentimiento le apretó el corazón y corrió y corrió en dirección al lugar señalado.

Qué lo llevó a saltar, nunca se supo, quizás sus fantasmas fueron demasiado para él, quizás los caletones parecían las trincheras que lo atormentaban en sus sueños. Lo cierto es que saltó al encuentro de sus fantasmas, para no ser encontrado nunca más. Muy rara vez, el mar devuelve a los que caen o saltan en él. Laura llegó corriendo, llamándolo desesperada, sin obtener respuesta. Se dirigió a los caletones, ya pensando lo peor, cuando de pronto apareció frente a ella, encima de una roca, muy bien doblada, la bufanda azul, esa misma bufanda de azul pálido que yo llegué a conocer y que ella, desde ese día, nunca dejó de llevar.

Unas horas después, unos pescadores que pasaban frente a la Isla Seca, vieron una niña parada frente a los caletones, sin hacer ningún movimiento, como una estatua. Dieron vuelta a la gran piedra, dejaron el bote, para ir a ver que pasaba y la encontraron: una hermosa muchacha que estaba mirando los caletones con una bufanda azul pálido al cuello, sin pronunciar palabra y con la mirada fija, totalmente extraviada. Había perdido la razón.

Muchos médicos trataron su locura, incluso, fue llevada a Europa, a la misma Francia de donde había salido su Alain. Pero, el diagnóstico siempre fue el mismo: su mente se había ido adonde nadie podía hacerla volver.

Yo la conocí cuando ya habían transcurrido treinta años, se había convertido en casi una anciana o a mí me parecía que lo era, a mis ocho años, a lo mejor eso creía. Nunca olvidaré, en las vacaciones de invierno de 1958, el 15 de julio, yo cumplía nueve años ese mismo día, era poco más de las siete de la mañana y yo había salido apresuradamente de la casa de mi abuela para dirigirme a la casa de una tía, hacía esto cada vez que mi abuela se preparaba para ir a la iglesia, lo que hacía dos o tres veces por semana y –lógico- mi hermana y yo, teníamos que levantarnos temprano para acompañarla. Sólo que en las últimas veces, yo despertaba más temprano, me levantaba calladito y rajaba para donde mi tía y allí me quedaba, hasta que llegaba la hora de volver a la casa a acostarme.

Esa es la razón por la cual yo iba saliendo del callejón que daba a la calle, a esa hora. Fue en ese momento, cuando vi a la Laurita Loca que iba por la calle, con dirección –me parecía a mí- a la playa. Un impulso me obligó a seguirla, lo hice a media cuadra de distancia, pero ella, en ningún momento pareció notar mi presencia. Era invierno y había comenzado a llover. Llegamos a la playa, yo, siempre a unos cincuenta o sesenta metros detrás de ella, pero no paró allí, siguió por la rambla que llevaba a la Isla Seca. No se detuvo allí, se paró en un mirador que estaba a medio camino, entre la playa y ésta. Allí estuvo un buen rato parada en la orilla misma del mirador que daba al mar, unos quince metros más abajo. De pronto, se saco la bufanda, la dobló cuidadosamente y, en ese momento, se volvió, sus ojos azules se clavaron en los míos, como dándome un mensaje y sonrió, por primera vez la vi sonreír. Ya no parecía una loca, sus ojos ya no denotaban esa locura que la acompañó durante tantos años. De pronto, se dio media vuelta y se arrojó al vacío. Yo no lo podía creer, corrí hacia el mirador y miré hacia abajo. Sólo el mar furibundo imponía su presencia arrolladora, en ese lugar.

Nunca la encontraron, vinieron buzos táctico de la Armada, los mismos buzos de Zapallar, buscaron durante días, sin resultados positivos. Nunca apareció.
En cuanto a mí, no sé cuanto rato estuve parado allí, pero el asunto es que había comenzado a llover muy fuerte y cuando me encontraron totalmente empapado y me llevaron a la casa, me pasé el resto de las vacaciones en cama, con fiebre y una gripe que no me quería abandonar. Además, los retos de mi abuela, que me recordaba a cada momento mi desobediencia.

Hoy, que han transcurrido cincuenta años, quise escribir esto, no como un homenaje hacia ella, sino como una forma de descargar ese sentimiento de culpa que he sentido desde que supe toda la historia. Laurita Loca, donde quiera que estés, perdona la crueldad de un niño inocente que pensaba que era divertido burlarse de ti.



F I N

















Texto agregado el 02-07-2013, y leído por 87 visitantes. (0 votos)


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