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Inicio / Cuenteros Locales / enriquep / SERÉ UNA TUMBA - PARTE 3 DE 3

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PARTE III)
La semana siguiente luego del incidente entre los dos hombres transcurrió con una tensa calma. Ochoa evitaba ingresar a la oficina en la que trabajaba su rival. Cuando tenia que enviar algún mensaje o citar a su despacho a un empleado lo hacia a través de su secretaria. Lanteri se abstuvo de tener cualquier contacto con el flamante gerente. Cuando debía enviarle algún informe le solicitaba a otro empleado que se lo llevara a su oficina, con el pretexto de que había empeorado su reumatismo y no podía caminar demasiado. Pasó todos los días ensimismado en su trabajo, aunque interiormente estaba cada vez mas decidido a que Ochoa recibiera un castigo por su delación.
El viernes por la tarde Ochoa estaba tan cansado luego de su segunda semana de trabajo que prácticamente había borrado de su mente su incidente con Lanteri. Satisfecho y orgulloso de su nuevo puesto volvió a su casa dispuesto a pasar otro fin de semana en familia. Ya el dia sábado se había presentado ventoso y nublado. En la madrugada del domingo cayó una copiosa lluvia que se prolongó, aunque con menor intensidad, durante toda la mañana.
Al mediodía su señora y él ya se habían aprestado para recibir a su hija y nietos, como de costumbre, cuando sonó el portero eléctrico, exactamente a las doce. Atendió Ochoa distendido, diciendo antes de preguntar quien era: -Adelante, hija, subí que te abro.
La voz que venia desde la planta baja lo estremeció. –Soy yo, Ochoa, vine a visitarlos de nuevo- se oyó la voz cascada de Lanteri.
Lleno de furia, Ochoa solo atinó a decirle: -¡Váyase de acá!, en unos minutos vendrá mi hija. No quiero verlo mas por aquí, ¿me escucha? –del otro lado se produjo un silencio. El dueño de casa le dijo a su señora. – Es este hombre otra vez, voy a bajar y a decirle que se vaya.
-¿Por qué esta viniendo tan seguido?- inquirió la mujer con desconfianza –desde que te ascendieron está muy pesado, quiere quedar bien con vos. Decile que estás ocupado, que ya nos íbamos a ir.
No alcanzó Ochoa a contestarle a su esposa cuando de nuevo sonó el portero eléctrico. Levantó el tubo furioso: -¿Qué es lo que quiere?- gritó, ya fuera de si. La voz que recibió lo tranquilizó: -Soy yo, papi- era la voz de la hija – abrime que subo.
Ochoa respiró aliviado. Unos segundos después la hija tocó el timbre del departamento. Estaba sola, ese domingo su marido tenía un partido de fútbol de salón con sus compañeros de trabajo. Padre e hija se abrazaron efusivamente. –Mirá que dia le toco a Marcos para el partido. Va a estar el césped todo mojado- dijo ella.
-¡Qué hermosa estas hoy, hija!- le dijo el padre orgulloso.- Así que le dejaste los chicos a Marcos, asi ven como al padre le hacen varios goles- dijo mientras largaba una franca carcajada.
-¡No, como los voy a dejar ir con esta lluvia!, ellos vinieron conmigo, me estaban acompañando a comprar una torta para el postre, en la confitería de la esquina, ¡pero viste como son, estaban como locos y no se decidían por ninguna!, yo pagué y me vine, ahora en un minuto la traen.
-¿Cómo, los dejaste solos?- preguntó la esposa asustada.
La hija esbozó una sonrisa que le iluminó la cara. -¿Cómo los voy a dejar solos en la calle?, ¡no, ni loca! Justo en la confitería nos encontramos con el amigo de papá, que dice que lo invitó a almorzar, que estaba comprando unas masitas. Así que yo pagué la torta y me vine. Los nenes se quedaron eligiendo las masas con Domingo.
De pronto Ochoa se puso pálido. Tuvo que sostenerse a la mesa porque sufrió un vahído, una sensación de angustia le aprisionó el pecho: -¿Cómo lo dejaste con este tipo?- dijo susurrando.
-Viene para acá, está a diez metros, y es amigo tuyo desde hace veinte años, ¿qué tiene de malo?
Ochoa tomó rápidamente a su hija por el brazo y la llevó prácticamente a los empujones hasta el ascensor con desesperación, mientras intentaba hilvanar algunas palabras: -¡No es mi amigo, es un tipo enfermo! ¡Cree que yo divulgué un secreto suyo para quedarme con el puesto, y comenzó a hostigarme!
-¿¡Qué…!?- gritó la hija horrorizada, mientras abrían la puerta de calle - ¿por qué no dijiste esto el otro dia? ¿Te volviste loco?
Corrieron por la calle desierta los veinte metros que separaban al edificio de la confitería. Entraron con desesperación. Había solo dos clientes. -¿Y los nenes que dejé con el señor?- preguntó la hija, al borde del llanto.
-Salieron hace dos minutos- contestó la empleada del mostrador – dijo el señor que iban a la casa de Francisco.
La hija comenzó a llorar, en medio de un ataque de nervios, mientras Ochoa salió desesperado del local. -¿Para qué lado fueron?- preguntó.
-No sé- le contestaron – yo estaba atendiendo, no me fijé.
Volvió corriendo a su casa, para ver si habían vuelto. Su mujer le preguntó que sucedía. –¡Se llevó a los nenes!- contestó él, con los ojos desorbitados y casi sin poder respirar. La señora bajó con él, en un estado de incredulidad, no podía entender aún lo que sucedía. La hija estaba corriendo por las calles adyacentes, preguntándoles a los pocos transeúntes si habían visto a un señor mayor con dos niños pequeños. –No puede estar lejos- intentó tranquilizarse- camina despacio. Un hombre le dijo que había visto a un señor de traje junto a dos niñitos tomarse un taxi hacia cinco minutos. Agregó que los niños llevaban un paquete como de masitas y una torta. La joven mujer detuvo su marcha, el corazón le golpeaba el pecho, las sienes le latían con fuerza, casi no podía respirar. El hombre se ofreció a acompañarla hasta la puerta de la casa de su padre, quien en ese momento estaba llamando por teléfono al padre de los niños para contarle lo sucedido.
Unos pocos minutos mas tarde, Ochoa dejó a su mujer y a su hija en el departamento, esperando la llegada de su yerno para ir a la policía, y tomó rápidamente un taxi hacia el departamento de Lanteri, en Parque Patricios. Durante el viaje sintió que su cuerpo no podía soportar la tensión, cada minuto que pasaba su mente se llenaba de malos presagios y de pensamientos tormentosos. Entendió que ese era el punto máximo al que llegaría Lanteri, ya no había posibilidad de una vuelta atrás. Pensó qué haría en el momento de encontrarse cara a cara con él.
Al llegar al edificio tocó al departamento de Lanteri. Nadie contestaba. Insistió varias veces, cada vez con mas furia, pero nadie oía sus llamados. Pensó en entrar por la fuerza, pero eso complicaría las cosas. Su hija lo llamó a su teléfono celular y le dijo que en ese momento estaban en la comisaría junto con su esposo y su madre. Que le pedían que se calme, que encontrarían al hombre en pocas horas. Una señora se asomó a una ventana del edificio y le preguntó a quién buscaba. Le dijo que quería ver a Lanteri, el inquilino del sexto “C”
-Salió esta mañana- le contestó amablemente la vecina –es raro porque el domingo siempre se queda en casa. Aún no volvió. ¿Quiere que le diga algo cuando lo vea?
Ochoa permaneció casi una hora en la puerta del edificio de Lanteri, pero fue en vano. Ya eran casi las tres de la tarde. El cielo se había encapotado y amenazaba lluvia de nuevo. La desesperación dejó paso a una sensación de pesadumbre. Caminaba arrastrando las piernas, sentía como si tuviera cien años. Cerca de las cuatro volvió a su casa. Cuando entró se retiraba un agente de policía, que le dijo que estaban buscando hacía dos horas, que no estaría muy lejos. Su mujer se había recostado en la cama, había sufrido un pico de presión. Su hija y su yerno estaban abrazados, en un pequeño sillón en el living. Nadie dijo una sola palabra durante varios minutos.
Tiempo después Ochoa estaba apoyado sobre la mesa, con la cara hundida entre las manos. No quería que su hija lo viera llorar. Ella se acercó por detrás, le acarició con dulzura el cuello y la nuca y le dijo en voz baja: -¿Te preparo un mate?
Ochoa alzó la vista. Tenía los ojos colorados de tanto llorar. Tomó a su hija de las manos y se las besó. Ella le besó la frente, y le susurró al oído: -Te quiero mucho, papá. – luego se dirigió resuelta a la cocina, a hervír el agua para el mate. La oyó sollozar. Miró por la ventana que daba al patio, y recién ahí notó que comenzaba a oscurecer. Se apoderó de él una sensación de desolación infinita, de ganas de no estar. Tomaron mate con desgano, sin decirse nada. El yerno fue a la comisaria, volvió a la media hora diciendo que aún no sabían nada. Cuando el mate estaba lavado la hija se levantó para cambiar la yerba, y prendió la luz de la casa. Ya era casi de noche, cerca de las siete. Ochoa sentía una opresión en el pecho cada vez mas fuerte, que casi no lo dejaba respirar. Se dio cuenta de que en pocas horas mas debería volver a su trabajo.
A las ocho de la noche el silencio sepulcral fue interrumpido por el timbre del portero eléctrico, que sonaba con insistencia. Por unos segundos nadie quiso atender, intuyendo una mala noticia. Atendió el padre de los niños. Una voz trémula, casi espectral, le respondió: ¿Podemos subir? – era la voz de Lanteri.
Unos segundos mas tarde se abria la puerta del ascensor. De allí descendían los dos niños, que entraron corriendo a la casa y se abalanzaron sobre sus padres y su abuelo, que no podían contener las lágrimas. – El amigo del abuelo nos llevó a pasear- dijo la nena exultante –mirá lo que nos compró- mientras le mostraba a la madre restos de papeles de chocolates y caramelos, y muñequitos de yeso. Los padres alzaron en brazos a los niños, que contaron en forma desordenada que el amigo del abuelo los llevó a un parque, que pasearon y jugaron toda la tarde, y que les compró todo lo que le pedían. – Nos dijo que nos iba a traer a la noche, es medio serio pero nos compró muchas cosas. Es como si fuera otro abuelo mas- agregó el varón, mientras saltaba alrededor de su abuela, que se había levantado de la cama y los abrazaba con tanta fuerza que casi les hacía doler.
Todos quedaron besando y abrazando a los niños, que estaban felices con un recibimiento tan cariñoso, y que sentían como si volvieran de la colonia de vacaciones. Ochoa salió desencajado al pasillo, cerró la puerta del departamento y encontró la frágil figura de Lanteri, a oscuras en el palier, de pié en el diminuto espacio que separaba el ascensor de la escalera.
Lo miró con furia. Su primer instinto fue abalanzarse sobre él, pero algo lo detuvo. -¡Fuera de mi vista, basura inmunda! ¡Llamaré a la policía!- le gritó.
-Usted no entiende Ochoa- replicó Lanteri, con una asombrosa tranquilidad –no quise hacerle daño a sus nietos. No actué llevado por un deseo de venganza. Estuve pensando bien esto durante toda la semana. Y decidí cual debía ser mi conducta para con usted. Entendí que no puedo enfrentarlo físicamente, y que tampoco tiene sentido que le cuente a su familia sus defectos. Lo mejor era, entonces, robarle a usted por un dia lo que tuvo toda la vida y a mi siempre me faltó: el amor de una familia.
Ochoa lo miró con desprecio, sin entender lo que le decía. Lanteri agregó con parsimonia, como si ya no tuviera nada que perder: - Por unas pocas horas le quité algo que usted tuvo toda la vida. Fue como un acto de mínima justicia, ya que no pretendía arrancarle a sus nietos, sino simplemente sentir durante unas horas lo que usted siente todo el tiempo. Por una tarde dejé de ser un hombre gris y solitario, incapaz de dar amor a nadie, para comprobar qué se siente tener un poco de felicidad. La misma felicidad que a usted siempre la vida le brindó, pródiga, y que a mi me fue negada.
Ochoa lo tomó de un brazo y lo empujó hacia el borde de la escalera, intentando hacerlo bajar por la fuerza: -¡Afuera de acá, hijo de puta!, te voy a hacer echar del trabajo, ¡vas a morirte en la miseria, solo como un perro!
-¡No me empuje, no me lastime, por favor!- le suplicó con voz lastimera.- Ya me voy, no volveré a molestarlo. Cumplí mi cometido. Fui usted por unas horas. Eso era todo lo que quería. Los niños se divirtieron, me hicieron sentir feliz. En un momento, luego de comprarle unos muñequitos en una feria ambulante, su nieta me dio un beso en la mejilla, y me dijo “¡Gracias, abu!”. Usted no entiende, Ochoa –dijo, con los ojos llenos de lágrimas- usted tiene ese cariño todos los días de su vida, y sin embargo, no lo disfruta. En vez de pasar mas tiempo gozando del amor de su familia, lo pierde preocupándose por un cero a la izquierda como yo. “¡Gracias, abu!”- repitió llorando- y me dio un beso. ¿Sabe lo que es eso? Nadie me había llamado así, jamás. Ahora volveré a ser un don nadie, como lo fui siempre. Cargaré mi cruz toda la vida, eso recién hoy lo comprendí. Pero al menos, por un día, fui importante para alguien. Dos personitas me quisieron, aunque mas no fuera por los regalos que les dí.
-¡Usted es un hombre enfermo!- le gritó Ochoa, con la vista desorbitada, mientras lo tomaba con violencia por el cuello. –No se lo repito mas, ¡Afuera de mi casa ya mismo!
-¡Me voy, le dije que me voy!- sollozó. –Solo quiero… un último favor, y me iré de su vida para siempre. Miró fijamente a los ojos a Ochoa, se secó las lágrimas, y le dijo con un hilo de voz: -¿Me dejaría… aunque sea… despedirme de los chicos? ¡No quiero que les quede una mala imagen de mí! ¡Por favor!
Ochoa abrió los ojos en forma desorbitada, los oídos le zumbaban, el corazón le golpeaba el pecho. Con una mano presionó el cuello de Lanteri, mientras que con la otra lo empujó para que baje por la escalera. Lanteri puso su brazo delante de la cara para que no lo golpeara. Intentó por un par de segundos retirar la mano que le aprisionaba el cuello. Se inclinó hacia atrás para esquivar el brazo de Ochoa. Súbitamente perdió el equiibrio. Su pié izquierdo se deslizó por el primer escalón, inmediatamente perdió también el equilibrio del derecho. Se desbarrancó con la cabeza hacia atrás los quince escalones que había hasta el descanso. Al caer, la cabeza golpeó contra el borde del primer escalón. Se oyó un golpe seco, que a Ochoa le heló la sangre. Duró todo unos cinco segundos. Ochoa bajó los escalones con desesperación y se acercó a él. Notó con horror que se había roto la base del cráneo. Los escalones se cubrieron de rojo en pocos segundos. Lanteri quedó tendido boca arriba, con los ojos abiertos y una expresión de terror en la cara.
Unos segundos después, la madre de los niños y su marido salieron corriendo del departamento: -¿Qué fue ese ruido?- fue lo último que pudieron decir. Después todos quedaron en silencio. Ochoa estaba arrodillado al lado del cuerpo de Lanteri, con las manos y la ropa empapadas en sangre. Se oyó un grito: -¡Sacá a los chicos!- y se cerró bruscamente la puerta. Dentro del departamento se oían voces, ruidos, llantos. Alguien llamó por teléfono a la policía.
Eran las nueve de la noche cuando bajaron por las escaleras dos hombres llevando una camilla cubierta con mantas, ante la mirada de estupor de los vecinos y curiosos, y la colocaron en una ambulancia que partió, sin prisa, hundiéndose en la noche. Un oficial de policía realizó el interrogatorio de rigor. Ochoa relató lo sucedido. Dijo que el muerto y él habían sido amigos durante mas de veinte años. Que ese dia había ido a visitarlo para festejar por su nuevo cargo de gerente. Que luego llevó a sus nietos a pasear por la ciudad, como lo hacía habitualmente. Que al volver esa noche a dejar a los niños, se pusieron a conversar sobre temas triviales, y que de repente, tuvo un vahído. Dijo que sabía que tenía problemas de salud, y que seguramente se descompensó. Agregó que él lo había invitado a pasar a su casa a tomar algo pero que no aceptó. El oficial tomó nota de lo relatado, le dijo que se fuera a descansar y le dio el pésame.
Al día siguiente, todos los empleados asistieron al entierro de Lanteri. Le estaban agradecidos, ya que ese día la empresa había decretado franco para todos, para que pudieran asistir a las exequias. Ochoa hizo comprar una corona en nombre de la empresa, y ayudó a cargar el ataúd.
En las semanas siguientes, comenzó a mostrarse taciturno, apagado. Hablaba poco y se lo veía distraído en su trabajo. Sus superiores comenzaron a dudar seriamente de su capacidad, y se lamentaron de haberlo elegido para el puesto a él en vez de a Lanteri. Su familia lo empezó a notar mas frio, frecuentemente malhumorado. Comprendían el dolor de este hombre por haber perdido a su amigo de tantos años, por una mala pasada que le había jugado la salud.
De a poco Ochoa fue convirtiéndose en un hombre gris, apocado, con poca energía. Por las noches no podía dormir, y llegaba tarde al trabajo. Las autoridades de la empresa comenzaron a pensar seriamente en un reemplazo.
Sentado en su escritorio, mientras observaba una pila de expedientes y de documentos que debía estudiar, Ochoa descubrió, casi como una revelación, que la tragedia de su oscuro rival ahora se repetía en él. Ahora era él quien poseía un oscuro secreto, un remordimiento atroz que le pesaba y no lo dejaba respirar. En ese momento de angustia, deseó tener a alguien cercano como para confesárselo, aunque desechó la idea, sospechando que su secreto no quedaría a resguardo si era compartido con otro. Entendió que debería ocultarlo por el resto de su vida, y que desde entonces jamás volvería a sentirse en paz con su alma. Recién entonces descubrió lo que habitaba el corazón de Lanteri: una sensación de opresión, de culpa mantenida en secreto, que ahora, irónicamente, se repetía en su propia vida. Cerró los ojos, se tomó la cara con ambas manos y lloró en silencio. Había matado a un hombre, y no podía contárselo a nadie.

Texto agregado el 01-07-2013, y leído por 60 visitantes. (0 votos)


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