PARTE I)
Un viernes por la tarde es una ocasión ideal para liberarnos de las ataduras cotidianas del trabajo, y dedicarnos a pensar en qué malgastaremos nuestro tiempo durante el fin de semana. En muchas oficinas, también es el momento en el que los empleados deciden abandonar la rigidez que los dominó durante todos los otros días y se juntan para conversar y hablar de cosas intrascendentes, en la hora inmediatamente posterior a terminar su semana laboral.
En una pequeña compañía de seguros del centro de la ciudad de Buenos Aires, cuatro empleados habían tomado desde hacía meses la costumbre, al abandonar su oficina, a eso de las seis de la tarde, de dirigirse a una confitería de la calle Reconquista a hacer un “after office”, como ellos mismos bautizaron al hábito de reunirse a tomar café y conversar sobre temas banales, discutir sobre política, fútbol, magnificar sus aventuras eróticas con miembros del sexo opuesto y, por supuesto, criticar con ironía a los compañeros ausentes y a los jefes, que no participaban de dicha reunión.
El cuarteto estaba formado por tres hombres y una mujer, casi todos en su treintena, excepto uno, Francisco Ochoa, el mayor de ellos, que superaba holgadamente los cincuenta años y que a decir verdad no se sentía del todo a gusto en esas reuniones de los viernes, ya que disimuladamente miraba la hora, deseando llegar a su casa, donde lo esperaba su señora, una cena caliente y apetitosa, la televisión, el diario que durante el dia solo había podido ojear a las apuradas, su crucigrama de todas las noches, y luego su cama cómoda, en la que permanecía la mayor parte del fin de semana, excepto los domingos al mediodía, cuando su hija lo visitaba junto con su yerno y sus nietos, para pasar la tarde tomando mate y disfrutando de la placidez de la vida familiar.
Ese viernes, sin embargo, no era igual a los otros. El grupo había sumado, por única vez, a un quinto integrante. Este invitado era por completo ajeno a estas reuniones, a pesar de ser el empleado mas antiguo de la compañía de seguros, con treinta y cinco años de trabajo ininterrumpido. Se llamaba Domingo Lanteri, era contador, a sus sesenta y cuatro años solo tenía dos obsesiones: contar los meses que quedaban para su inminente jubilación y coleccionar estampillas de distintos países y épocas, hábito solitario y silencioso al que dedicaba casi todo su tiempo libre, aunque no le comentaba a nadie sus aficiones.
Era un hombre pequeño, en todo sentido. Pequeño de estatura, pequeño de ambiciones. Silencioso, tímido, obsesivo de su trabajo, meticuloso hasta la exasperación, en las ocho horas que pasaba en la oficina solo se le escuchaban dos o tres frases, la mayoría de cortesía o en respuesta a alguna consulta. Si no le hablaban, él no le dirigía la palabra a nadie. Y, desde hacia tiempo, nadie le hablaba, a pesar de que demostraba una amabilidad extrema con sus compañeros. A pesar de no participar en las conversaciones con ellos, recordaba sus nombres, sus cumpleaños, y se ocupaba de saludarlos gentilmente o de preguntarles por su estado de salud, siempre con un tono formal y atildado que resultaba motivo de burla para los demás.
Lanteri era soltero, vivía solo en un departamento de un ambiente en Parque Patricios, que alquilaba hacía diez años. Sobrevivía con el dinero justo, hacia una vida austera y monótona. No tenía familiares ni amigos. Su vida social era sencillamente inexistente. Había vivido entregado a su trabajo, ocupando el mismo puesto durante años. Si bien era eficiente en lo suyo, nunca se había destacado por sobre los demás. Parecía detenido en el tiempo, casi un hombre de otra época, en un mundo de jóvenes que no sentía suyo.
Todos los días a las seis en punto salía de la oficina, caminaba hasta la calle Corrientes y comenzaba a recorrer las librerías de viejo, ojeando sus libros, revisando las estanterías. Nunca compraba ninguno. Compraba el diario o alguna revista de actualidad y se sentaba en un bar (los lunes, miércoles y viernes en La Ópera, los martes y jueves en La Paz), y se quedaba leyendo y tomando un café hasta eso de las ocho, cuando volvia a Parque Patricios, donde compraba su cena en la rotisería de toda la vida y cenaba solo, a las nueve, todos los días, sin hacer ningún cambio en su rutina. Antes de acostarse tomaba alguno de sus álbumes de estampillas y su lupa y las revisaba una y otra vez. Hacia bastante tiempo que no conseguía nuevas estampillas, pero con las que tenia ya le bastaba, las había coleccionado durante casi veinte años, con la misma prolijidad y obsesión con la que realizaba todos sus movimientos.
Ese viernes, sin embargo, era el cumpleaños del menor de los empleados, que cumplía treinta años. Luego de negarse cortésmente a participar de la reunión, ante la insistencia del homenajeado, que le tenia cierta lástima, aceptó sentarse con sus compañeros. La conversación navegaba entre los comentarios vacios e intrascendentes sobre los demás empleados, los chistes escatológicos y los pronósticos de los resultados del futbol del próximo domingo. Lanteri escuchaba a todos y seguía con la mirada a cada uno que hablaba, pero no participaba de la conversación. Simplemente “estaba ahí”, cerca y lejos a la vez. Presente pero ausente. Los demás hablaban, filosofaban y se reían pero sin mirarlo. El único que intentaba, sin éxito, que participara en la conversación era Ochoa, que por su cercanía de edad era el que mas aprecio le tenía, y con quien Lanteri se sentía menos incómodo, ya que habían sido compañeros de oficina por mas de veinte años.
Casi al final de la reunión, la única mujer del grupo, una atractiva recepcionista que había ingresado a la empresa hacia solo dos meses, les propuso un juego a sus compañeros de mesa: que cada uno de ellos relatara, lo mas detalladamente posible, algún episodio de su vida que le diera vergüenza contar, o algún secreto del cual estuviera arrepentido. Los mas jóvenes aceptaron el juego, y entre risas y burlas comenzaron a relatar toda clase de historias, en las que abundaban reprimidos deseos sexuales hacia compañeras de trabajo que estaban ausentes en ese momento, poco probables hazañas amatorias con mujeres casadas o bien de proporciones exuberantes, pequeños robos de alimentos en los supermercados, hurtos de diversos objetos de la oficina en la que trabajaban, alguna escupida en el vaso de agua del jefe y otras idioteces por el estilo. Los jóvenes se reían estentóreamente de sus imaginarias o poco probables historias, en tanto Ochoa y Lanteri se limitaban a mirarlos, sin decir palabra. En medio de las risas, cuando las anécdotas comenzaban a ponerse repetitivas y monótonas, les pidieron a ambos que contaran también alguna cosa. Luego de negarse varias veces, y con tal de que sus compañeros no se pusieran tan pesados, Ochoa confesó que había tenido una aventura extramatrimonial con una antigua compañera de trabajo, hacia muchos años, cuando era joven y aún no había sido padre. Todos festejaron con risas, excepto Lanteri, que permanecía serio y miraba su reloj a cada rato, aunque no se animaba a levantarse de la mesa para no quedar mal con el homenajeado.
Luego de que Ochoa contara su humillante anécdota, la joven empleada miró a Lanteri y le dijo con un tono desafiante:
-¿Y Lanteri?, ¿usted de que la va?, hoy esta mas callado que nunca. ¿Por qué no nos cuenta algo?, ¿o nos va a decir que usted no tiene ningún secretito escondido por ahí?
-No, yo no tengo secretitos- contestó mirando hacia abajo. –Me temo que mi vida no ha sido tan interesante como la de ustedes.
-Déle Lanteri- dijo otro de los jóvenes. - ¡No se haga el monje!, ¿nos va a decir que nunca le metió los cuernos a ninguna novia, o que nunca se mandó una cagada en el trabajo, o que nunca hizo nada que le de vergüenza contar?
-No, le dije que no- repitió incómodo aunque sin perder el tono amable.
-Quizás tiene algo para contar- intervino Ochoa, -aunque entiende que hay cosas que son de nuestro fuero íntimo. No todo se puede andar contando delante de los demás.
-Pero si estamos para divertirnos, es un juego nomás- contestó la chica. –Se sabe que no nos va a confesar un crimen, ni una violación. Todos contamos nuestras cosas y no perdimos la dignidad por eso, ¡no sea tan atildado, por favor! ¡Un poco de onda…!
-No soy atildado, señorita- replicó Lanteri con una mueca de fastidio, -solo que no me gusta el andar sacando inmundicias a la luz. Eso no me causa gracia. No hay que burlarse de los defectos ajenos. Además, todos tenemos cosas que no quisiéramos que hubieran sucedido. Todos tenemos algo de lo que arrepentirnos en la vida. Algunos tendrán cosas insignificantes, como ustedes, otros quizás tengan arrepentimientos tardíos, que los abruman. Pero no son cosas para hablar en una mesa de café. Discúlpenme, estoy cansado. Si me permiten, me retiro…
-Lo acompaño, Lanteri- dijo Ochoa, aprovechando la ocasión para retirarse él también. –Buen fin de semana para todos, nos vemos el lunes- y al decir esto se levantó junto con su compañero, saludaron amablemente a los demás y comenzaron a caminar lentamente por Corrientes hacia la parada del colectivo.
Eran casi las ocho. Ochoa notó a Lanteri desencajado, como si la reunión lo hubiera irritado, aunque con su estilo formal intentaba evitar demostrar su estado de ánimo. Mientras avanzaban entre la gente le dijo: -No les haga caso, Lanteri, son muy boludos. A mi me hicieron poner incómodo, me imagino como estará usted.
-Estoy bien, gracias- contestó Lanteri secamente. Ochoa le insistió varias veces si no quería sentarse a tomar un café con él, para charlar mas reposadamente. Lanteri se negó discretamente varias veces, aunque se sentía nervioso y finalmente aceptó conversar un rato con su antiguo compañero.
Se sentaron en un pequeño barcito de Leandro Alem. Tomaron café sin decir palabra, mirando pasar a la gente que volvia a sus casas. Lanteri estaba como extraviado, con la vista perdida, sumergido en sus pensamientos. Finalmente casi al terminar el café dijo repentinamente: -Esta gente no sabe nada de la vida.
-¿Quiénes …?- respondió Ochoa casi sin pensar –¡Ah, los del trabajo!, si, son jóvenes. Hablan sin pensar, les gusta alardear delante de la piba. ¿Vió como le miraban las tetas?, y a ella encima se le da por hacerse la sexy. Se cree muy inteligente y es la mas puta de todas. Entró ahí porque se acostó con el gerente. No sabe ni escribir y gana casi como nosotros. ¡Si a mi me hubiera dicho lo que le dijo a usted le daba vuelta la cara de un sopapo! ¿Qué quería que usted confesara? Si no conozco nadie en el mundo tan honesto como usted, seguro que no cometió ningún desliz en su vida. ¡Dirigirse así a un hombre intachable como usted! ¡Mocosa de mierda, sinvergüenza!
-No soy intachable, no se crea- respondió Lanteri abrumado. –Lo que pasa es que no se puede hablar delante de los demás livianamente. Yo… en realidad… bueno, no se si decirlo. Esta gente metió el dedo en la llaga, sin quererlo. No por maldad, pobres… Ellos no saben de la vida… pero hay cosas pesadas que no se dicen, ¿no cree?
Ochoa se quedó mirándolo sin contestar nada, porque en realidad no entendía lo que quería decirle. Le repitió que no se haga mala sangre, que son chicos, que el tiene una vida ejemplar, pero Lanteri siguió con su discurso. Luego de hilvanar palabras inconexas y de dudar, terminó por lanzar una frase demoledora: -Yo no soy como los demás creen, Ochoa. Ni como usted cree. En realidad tengo algo que ocultar. Un secreto pesado que me atormenta desde que era joven. Nunca se lo conté a nadie. No tengo familia ni amigos. Usted es la persona que mas aprecio en la oficina, pero no se si debo contarle o seguir callando.
Ochoa miraba estupefacto. No sabía si decirle a su compañero que hablara. Miró con disimulo la hora, era tarde, quería volver a su casa. No tenia tiempo de escuchar confesiones, aunque se sentía intrigado. Sin embargo le dijo: -Ya pasó el juego, Lanteri. No me cuente nada si no quiere. Todos tenemos cositas que ocultar. Usted es una persona ejemplar e intachable. No puede tener nada que lo avergüence.
-Sí tengo- contestó- tengo algo muy pesado, que me hiere brutalmente. Sucedió cuando tenia dieciocho años, aún hoy me carcome los nervios. Permitame que me descargue, por favor, le prometo que seré breve. Quizás me sienta mejor si alguien mas lo sabe. Pero prométame que, bajo ninguna circunstancia, le contará esto a nadie.
-Seré una tumba- contestó irónico Ochoa, sin saber si escuchar la historia o salir corriendo a su casa.
-Pues bien- empezó a contar Lanteri, muy serio y en tono grave. –Yo tenía entonces dieciocho años, recién terminaba el colegio y conseguí trabajo como jardinero en la casa de una señora mayor, como de unos ochenta años, que vivía en Lomas de Zamora. Esos caserones del sur con arboles en el fondo y patios con malvones y enredaderas, usted sabe… Yo sacaba algunos pesitos, que me alcanzaban para salir. Un día, yo estaba terminando mi trabajo, y noté que la mujer se había quedado dormida en una salita en la que solía sentarse a tejer. El dormitorio estaba vacio. Ingresé en él, y no se por qué impulso, típico de la irreflexión de la juventud, comencé a examinar el ropero y los cajones de la cómoda. En el último cajón, encontré una pequeña caja de madera cubierta con papel de regalo. Me intrigó saber lo que tendría en el interior. Al abrirla ví que adentro había una cantidad considerable de dinero, enrollada y atada con hilo sisal. Imagínese mi asombro, no sé cuanto dinero era, pero era mas de lo que yo había podido obtener en los seis meses de trabajo que llevaba allí. Sin dudar un segundo metí el dinero en un bolsillo del saco y me dispuse a salir de la habitación, cuando vi que la viejita me estaba observando, muerta de miedo, desde la puerta.
El hecho de cruzarnos la mirada hizo que yo inmediatamente entrara en pánico. Mi único impulso fue el de llevarme la mano al bolsillo del saco para tomar el dinero y devolvérselo. Cuando metí mi mano en el bolsillo la mujer gritó desaforadamente, seguramente pensando que yo sacaría un arma o algo así, y me golpeó en la cabeza con el mango de un paraguas que estaba colgado en el ropero. Yo intenté defenderme y le quité el paraguas de las manos. Forcejeamos unos instantes. Yo intentaba explicarle que quería devolverle su dinero pero ella gritaba sin cesar, en medio de un ataque de histeria. Sus gritos me alteraron tanto que, no sé por que lo hice, le pegue un golpe en la mandíbula que la arrojó al suelo. Gritó de dolor y desesperación. Ví que comenzaba a brotarle sangre de la boca. Estaba tendida en el suelo sin poder levantarse. Quizás, no sé, quizás se habría roto la cadera. Lo cierto es que gritaba de dolor y de miedo, suplicándome que no la lastimara mas, que me daría todo lo que tenía. En ese momento tuve ganas de llorar. Me sentí el hombre mas malvado del mundo. Solo atiné a salir corriendo por el enorme pasillo, abrí con desesperación la puerta cancel y sali a la calle. Estaba empapado en sudor, lleno de odio conmigo mismo. Esa noche la pasé llorando, pensando en como pude caer tan bajo por unos pocos pesos. Tuve tanto miedo que jamás volví a ese barrio. No supe que le pasó a la señora, si alguien la auxilió, si murió tiempo después o si sobrevivió al ataque. Al día siguiente fui a una iglesia y dejé todo lo que había robado en la canastita de las limosnas. Recé y lloré toda la tarde. Me confesé. Le imploré a Dios que me perdonara, juré ante la cruz que desde ese momento llevaría una vida limpia, alejado de todas las tentaciones materiales. Al salir de la iglesia me sentía como nuevo, pude sentir en mi mente y en mi alma el inmenso poder de la indulgencia divina, y el valor del arrepentimiento cuando es sincero. Ese día fue un punto de inflexión en mi vida, comencé a ser el hombre que ustedes conocieron en estos años: recto, serio, atento con todos, quizás atildado, como me dijeron, pero en casi cincuenta años no volví a hacerle daño a nadie, evité las tentaciones materiales, y también las de la carne. Intenté llevar una vida ejemplar. Sin embargo, el recuerdo de la anciana a la que había lastimado volvia a mi, casi todos los días, para torturarme. Estos últimos años esa sensación de desasosiego fue aumentando, hasta transformarse casi en una obsesión, que a veces no me dejaba dormir. Intentaba en vano quitarla de mi mente pero volvia a mi, cada vez en forma mas recurrente. No tenía a quien contarle esta historia, no tengo esposa, hijos ni amigos. Usted es la persona que mas aprecio, por eso esta tarde, luego de las confesiones banales de los demás empleados, me vi en la necesidad vital, física diría yo, de contarle esto a alguien, como quien se quita una espina que tiene atravesada y que no lo deja vivir. Discúlpeme, Ochoa, creo que lo aburro con mi historia, usted debe ir a ver a su familia. Solo le pido, encarecidamente, como amigo, que jamás, bajo ninguna circunstancia, le cuente a nadie lo que le he dicho. Se lo conté en forma confidencial porque lo estimo y sé que puedo confiar en usted. Perdone si lo molesto, pero prométame de nuevo que esto quedará entre nosotros…
Ochoa se quedó, literalmente, paralizado. Durante algunos segundos no supo que decir. Terminó de un sorbo su café, miró instintivamente hacia la salida, clavó su vista en los ojos expectantes de Lanteri y finalmente contestó: -Le juro que no contaré nada. Su historia me ha conmovido, no sé que decirle. Solo quiero repetirle que para mi usted es un hombre de bien, mas allá de lo que haya cometido hace cincuenta años. Fue, como usted reconoció, un momento de debilidad, una estupidez propia de la juventud. No se torture ahora por algo que sucedió hace tanto tiempo, que ya no tiene arreglo. Su conducta posterior, en estos últimos años, lo dignifica y borra todo cuanto haya hecho de malo. Estoy seguro de que Dios lo perdonó, ya que su arrepentimiento fue sincero. Le prometo que esta conversación no saldrá de aquí. Como le dije antes, seré una tumba. Quiero que sepa que siento por usted la mayor estima.
-Gracias- contestó Lanteri, emocionado pero sin perder la compostura- siento que es usted la única persona en la que podía confiar este secreto. Compartirlo con alguien es una descarga para mi angustia. Sus palabras me llegan al alma, querido Ochoa. Pero usted debería estar ya con su familia, lo estoy molestando. Me retiro, nos vemos el lunes. Adiós.
Luego de decir esto tomó su portafolio, se puso su sobretodo y salió lentamente del bar. Ochoa no pudo evitar sentir una sensación contradictoria: por un lado se sintió honrado de que su viejo compañero tuviera confianza en el como para revelarle un secreto tan intimo, aunque por otra parte no pudo evitar sentir por unos segundos una vaga sensación de desprecio, casi de repulsión, por ese hombre pequeño y enfermizo, que le mostraba un costado violento que él jamás hubiera imaginado. Esos sentimientos fueron reemplazados enseguida por una profunda compasión hacia ese ser miserable y gris, prácticamente sin ambiciones, que había desperdiciado su vida sin conocer el amor ni la amistad, que se encontraba solo, sumergido en sus obsesiones.
Se encontraba sumergido en estos pensamientos, ya listo para levantarse de la mesa, cuando vió regresar a Lanteri, que se había ido dos minutos antes, y que al pararse tímidamente frente a él le dijo: -Discúlpeme mi atrevimiento, pero al ir caminando comencé a pensar que… si usted no opina lo contrario… bueno, que sería un honor para mí recibir a usted y a su señora en mi casa, para compartir una cena, ¿le parece?
-Perfecto, Lanteri- contestó un tanto abrumado aún – déjeme que le diga a mi señora. Ella no acostumbra a salir mucho, pero seguramente estará encantada de conocerlo.
-Entonces la semana que viene vengan a cenar los dos a mi casa. El lunes nos ponemos de acuerdo en el día y la hora. Que tenga buen fin de semana. Adiós.
Ya eran casi las nueve, Lanteri, por una vez, estaba cambiando su inalterable rutina. Llegaría mas tarde a su casa, la rotisería estaría cerrada. Recordó que tenía una presa de pollo en la heladera, y un poco de ensalada de tomates que le había sobrado del dia anterior. Ochoa salió del bar luego de arrancar del diario que estaba sobre la mesa la pagina de los crucigramas, para ir haciéndolos en el colectivo, mientras pensaba en qué le habría preparado su mujer esa noche para cenar. Los dos hombres tomaban rumbos diferentes. Al terminar esa noche, Lanteri sentía un verdadero alivio al haber compartido el secreto que lo agobiaba, y se reconfortaba en pensar que había encontrado un amigo. Ochoa, en cambio, se sumergió en su vida familiar y prácticamente olvidó la historia que le habían contado. Habia decidido cumplir su promesa de no contar nada a nadie. Lo mejor era, entonces, borrar esa historia de su mente, como si nunca la hubiera escuchado. Total, pensó, era una historia ajena, antigua y sin importancia. Era algo que aquejaba a un ser distante para él. Después de todo, no era su problema…
Ese fin de semana transcurrió plácidamente para los dos amigos. Ochoa pasó casi todo el sábado tirado en la cama, tomando mate con su señora y mirando alguna vieja película por televisión, y el domingo al mediodía se vistió con su mejor camisa para recibir a su hija y sus dos nietos, de cuatro y seis años, con quienes se entretuvo jugando con los jueguitos de la computadora, mientras su señora y su hija preparaban la salsa y amasaban los fideos caseros. En un par de oportunidades, durante el almuerzo en familia, se vió tentado a contar la conversación que había tenido el viernes con Lanteri, pero una vaga sensación de compasión hacia él se lo impidió: después de todo, le había jurado guardar el secreto, y eso es lo que haría.
Lanteri pasó los dos días leyendo el diario en su departamento. Lo entretenía detenerse en los innumerables suplementos del diario del domingo, que leía casi en su totalidad, salvo los avisos fúnebres y los clasificados, que guardaba para envolver la comida durante la semana siguiente. Al recordar la confesión que le había hecho a su amigo lo invadía una sensación de sosiego, como si se hubiera aliviado de una pena intima e inconfesada. Se alegraba al pensar que esa semana tendría visitas, Ochoa y su señora, y pasó gran parte del domingo pensando que podría comprarles para cenar, y revisando su ropero en busca de la mejor ropa para ponerse ese dia. Después de todo, era la primera vez en mucho tiempo que alguien lo visitaría en su casa. Ya no recordaba cuando había sido la última vez que alguien había ido a visitarlo a su departamento. Notó entonces que estaba desaseado, que algunos cuadros estaban torcidos, que había en el techo del living una incipiente mancha de humedad. Se dispuso a ordenar un poco la casa, suponiendo que la mujer de Ochoa se fijaría en esos detalles, y quería darle una buena impresión.
Ya el lunes, al volver a la oficina, Ochoa casi había olvidado la historia que le contaron el viernes. Para cumplir su promesa de no contar nada la había desechado de su mente, inclusive se le habían borrado ya algunos detalles que le había contado Lanteri. Sentia que era una historia intima, y que recordarla seria como violar la intimidad de su compañero de rutina. Llegó al trabajo a las nueve de la mañana, prendió la computadora, saludó a los compañeros que iban ingresando y se puso a hacer su trabajo, como todos los días.
A las nueve y cuarto llegó Lanteri, que como siempre saludó atentamente a todos sus compañeros y se sentó en su escritorio, al fondo. Al pasar al lado de Ochoa y saludarlo le palmeó levemente la espalda y le esbozó una fugaz sonrisa. Recien ahí se dio cuenta Ochoa de que en veinte años era la primera vez que veía sonreir a su compañero, aunque fuera solo por dos segundos.
El resto de la jornada fue igual que siempre: se alternaba el trabajo con bromas sobre los resultados del futbol del dia anterior, y las afinidades deportivas de cada uno, comentarios banales sobre las actividades del fin de semana, y la repetición de alguna noticia escuchada esa mañana en la radio. Lanteri solo hacia su trabajo sin participar en ninguna conversación, respondiendo solo cuando le preguntaban en que parte del archivo estaba tal o cual expediente.
A las seis menos diez, cuando todos recogían sus papeles con desgano, buscaban sus abrigos y apagaban sus computadoras, Lanteri se acercó al escritorio de Ochoa y casi titubeando le dijo: -Queria recordarle que… bueno, el viernes quedamos en que usted y su señora vendrían a comer a casa. ¿Usted que dia prefiere? Yo la verdad que estoy disponible toda la semana.
Recién entonces recordó Ochoa la promesa de ir a visitarlo que le había hecho el viernes, una sensación de malestar lo invadió, no supo que decirle: -Bueno, este… déjeme que hable con mi señora. Hoy viene mi hija a cenar a casa, y mañana… bueno, mañana mi señora recibe a unas amigas que se reúnen todos los martes.
-No importa- contestó Lanteri con cierta timidez- entonces si lo prefiere lo dejamos para el miércoles, ¿le parece? Yo compraré un pollo al spiedo en la rotisería de al lado de mi casa, que es exquisito. Y tengo una botella de malbec que está ahí, esperando que venga alguna visita para que la descorche- al decir esto desplegó una sonrisa trémula, que no hizo mas que aumentar la imagen patética del pobre hombre. Tras decir esto, se dieron la mano y cada uno siguió su rumbo hacia su casa.
Bastante trabajo le costó a Ochoa convencer a su señora de visitar a su compañero, a quien siempre había descripto como un hombre gris, aburrido, que nunca tiene nada interesante para decir. Sin embargo le explicó que aceptó la invitación mas por lástima que por afecto, y la convenció de llevarla con la condición de que a mas tardar a las once ya estarían volviendo a casa.
El miércoles, a las nueve en punto, Ochoa y su mujer llegaron a la casa de Lanteri, en Parque Patricios. Inmediatamente notó la señora la manchita de humedad en el techo, los cuadros torcidos y los muebles rayados que denotaban una falta de cuidado. El mal estado general de la casa se oponía al aspecto formal de Lanteri, que los esperaba con su mejor traje, bien planchado y limpio aunque de un género barato y ajado por el paso de los años. En la mesa del living había puesto un mantel de hilo, que tenia olor a naftalina, y unos cubiertos de plata que había sacado del ropero, que habían pertenecido a su madre. El excesivo esmero que había puesto Lanteri en preparar sus mejores ropas y cubiertos para la ocasión generaron una vaga sensación de malestar en la pareja, ya que puso en evidencia para ambos la terrible, la abismal soledad de este hombre, cubierta detrás de una máscara amable y condescendiente, y de unos modales exquisitos.
La cena duró menos de una hora, pero ese tiempo se le hizo largo a la pareja. Luego de los saludos y de algunas conversaciones intrascendentes, se produjeron incómodos silencios, en los que nadie sabia qué decir. La señora Ochoa notó que había en una repisa dos retratos en blanco y negro de los padres de Lanteri, muertos ambos hacia mas de treinta años. Junto a ellos había una pequeña vasija de cerámica que contenía una florcita de plástico. Esta imagen le causó una profunda compasión hacia ese desolado personaje, que solo hablaba para preguntarles a sus invitados si estaban satisfechos, si querían mas vino o mas agua, o si deseaban tomar café o un té de hierbas.
Al término de una velada monótona y sombría, a las once en punto, la señora Ochoa le hizo un gesto a su marido, quien exclamó: -Bueno, nos tenemos que ir, mañana me levanto a las siete. No sabe como puteo cuando suena el despertador. Muy rica la comida, Domingo, nos vemos mañana.
Lanteri se levantó rápidamente, estrechó las manos de ambos, y mientras los acompañaba al ascensor por el diminuto pasillo tomó del hombro a Ochoa y le dijo: -Gracias por lo de Domingo, nadie me llamaba así por años. Para todos soy Lanteri a secas.
Ochoa sonrió levemente. Lanteri le tomo un brazo fuertemente, y acercándose al oído le agregó: -Usted es un gran hombre, sabia que podía confiar en usted. Gracias.- Ochoa le hizo un gesto, como diciendo que no tenia importancia. Cerró la puerta del ascensor y se despidió saludándolo con la mano.
En los días subsiguientes se produjeron algunos cambios casi imperceptibles. Cuando Lanteri pasaba cerca del escritorio de Ochoa lo miraba y esbozaba una imperceptible sonrisa, que lo incomodaba un poco. Tomó la costumbre de servirle un vaso de café, cada vez que él iba a servirse uno. Comenzó a dirigirle algunas palabras en la oficina, la mayor parte de ellas para referirse al estado del tiempo o del transito. Todo esto hacia sentir un poco mal a Ochoa, ya que pensaba que los demás compañeros también notaban este cambio de actitud de Lanteri para con él, aunque los demás, por supuesto, no se daban cuenta de estos pequeños detalles. Con el paso de las semanas, Lanteri empezó a ejercer una especie de sutil servilismo para con su amigo, que lo ponía sumamente molesto. Cuando se iban a retirar, Lanteri iba hacia el perchero de la oficina, tomaba su sobretodo y el de Ochoa, y se lo alcanzaba gentilmente. Le alcanzaba café cada vez que él iba a buscar uno. Se acercaba para comentarle alguna noticia que había escuchado por la radio. Le preguntaba con cortesía por su señora, su hija y sus nietos. Este cambio de actitud, esta sensación de agradecimiento transformada en sumisión, comenzó por irritar cada vez mas a Ochoa, que finalmente terminó por arrepentirse de haber escuchado su confesión, ser compasivo con él y haber concurrido a su casa. Sin embargo, no se sentía capaz de rechazarlo o de decirle algo que lo pudiera lastimar. La compasión que sentía por ese solitario hombre era mayor que su incomodidad.
Ochoa vivía en Saavedra, tenía una hora de viaje desde la oficina hasta su casa, por lo tanto tenia la costumbre, desde siempre, de ir a orinar antes de salir del trabajo. Era lo último que hacia antes de irse, aunque no tuviera ganas, casi como un ritual inalterable durante veinte años. A la tercer semana desde la confesión de su amigo comenzó a suceder algo inesperado: Lanteri tomó la costumbre de ingresar al baño unos segundos después de que él entraba, buscando cualquier excusa para intercambiar unas palabras mientras se lavaban las manos. Esto nunca había sucedido durante años, y terminó por sacar de quicio a Ochoa. Un dia, luego de que se hubiera repetido durante dos semanas el ritual de ir al baño juntos y hablar sobre como estaría el tiempo al dia siguiente, Lanteri ingresó al baño, se colocó como siempre junto a él pero dejando un mingitorio vacio entre ambos y dijo al pasar: -Anuncian tormenta para mañana, ¿Qué me dice, Francisco?
-¿Y que quiere que le diga?- contestó Ochoa demostrándole su irritación por primera vez, - ¡si tiene que llover, que llueva! ¡No me interesa hablar del clima mientras estoy meando!
Luego de decir esto le hizo un gesto de fastidio y salió rápidamente, sin lavarse las manos. Lanteri quedó en silencio por algunos minutos, mirándose la cara demacrada frente al espejo. Al dia siguiente se produjo un cambio sutil entre ambos. Ya no hubo sonrisas, ni le llevó el café al escritorio, ni le alcanzó el abrigo. Ese dia a las seis no se encontraron en el baño por primera vez en varios días. Lanteri volvió a su estado taciturno, encerrado en si mismo. Si Ochoa se daba vuelta para mirarlo, le esquivaba la vista, fingiendo que leía algo o que miraba por la ventana. Cuando Ochoa le preguntó si no había visto la maquina abrochadora de papeles, Lanteri le contestó secamente que no, aunque estaba sobre su escritorio, y la escondió en un cajón. Una guerra sutil, casi imperceptible, había comenzado entre los dos. Una lucha pequeña, digna de un hombre pequeño.
Unos días después del episodio del baño, Lanteri llegó a la oficina y saludó a sus compañeros, como era su costumbre, pero pasó al lado de Ochoa sin mirarlo, como si no lo conociera. Ochoa pasó de la irritación a la indiferencia, intensificó su buen trato con los demás integrantes del grupo y comenzó a ignorar a su viejo compañero.
Dos semanas después, un chisme que circulaba hacia días se transformó en realidad: el gerente general del area siniestros se retiraba a fin de mes, para ir a trabajar a una multinacional. Los directivos cubrirían el puesto vacante con uno de los empleados mas antiguos y responsables de la compañía. Los dos empleados que cubrían los requisitos necesarios eran, justamente, Lanteri y Ochoa, ambos con décadas al servicio de la empresa y con fojas de servicio intachable. La elección recaería en alguno de los dos. Ello implicaba un sueldo mucho mayor y, en el caso de Lanteri, alcanzar su jubilación con un puesto mas importante en la escala jerárquica. Ambos recibieron la noticia con interés, la decisión de la empresa se conocería en unos días. Los empleados mas jóvenes felicitaron a ambos y les desearon suerte por anticipado, aunque entre ellos no se dirigieron la palabra.
Ambos eran, para la empresa, hombres con una trayectoria ejemplar, no había nada en sus vidas que pudiera mancharlos u obstaculizarles el camino a la gerencia general. Nada, excepto una anécdota contada al pasar, a modo de confesión, que si era divulgada echaría por tierra las posibilidades de ascenso. Ochoa pensaba que el puesto le seria otorgado a Lanteri, ya que era mayor que él y tenia mas antigüedad en la empresa. A esas alturas, casi dos meses después, prácticamente había olvidado el secreto que le confesó su amigo. Jamás hubiera pasado por su cabeza contar esa historia para perjudicarlo.
Lanteri comenzó a sentirse preocupado ante la eventualidad de que su contrincante divulgara su secreto. Implicaria jubilarse en el mismo puesto que había tenido por años. En pocos días su preocupación iba en aumento, cuando veía a Ochoa acercarse a algún otro empleado sospechaba que hablaría de él. Esta idea comenzó a obsesionarlo. Un ascenso era el sueño de su vida. No podía arriesgarlo todo por un oscuro secreto, confesado casi irracionalmente luego de haberlo guardado por cincuenta años. Tenía que vigilar de cerca a Ochoa. Ahora pasaba a ser su enemigo. Con los días fue creciendo en él la certidumbre de que divulgaría su secreto para quedarse con el puesto. No podía permitírselo. Pasó varias noches sin dormir, imaginando el futuro. No podía dejar las cosas así, algo tendría que hacer…
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