Sentada como siempre en la galería, nada parece haber cambiado en este lugar: los mismos colores, los mismos ruidos de la lluvia que cae (siempre después del té), los mismos personajes que van, vienen y saludan, el mismo olorcito a nostalgia.
En ese momento aparece mi prima para sacarme del encanto y mostrarme que no todo está como antes. Mientras afina su guitarra, pidiéndole a su hijita que se quede quieta un rato, yo las miro y sonrío: a veces hay cambios que son lindos.
Aunque mi sonrisa se debilita cuando veo ese lugar vacío que me recuerda la ausencia que dejan otros cambios.
Mi prima empieza a cantar la canción del viejo Matías, y entonces siento que me transporta a otros veranos, cuando la cantábamos todos juntos, cuando yo era la más chica de la casa, cuando no había pañales dando vueltas, ni lugares vacíos… Y como siempre, la imagen del Sapo Coyolo se dibuja en mi mente.
El cuco de todos en la casa, siempre venía a hablar con “la señora”; era la única que no le tenía ni miedo, ni asco. Mi abuela lo escuchaba, sentada en su silla, en su lugar de la galería; lo escuchaba hasta que alguien salía a echarlo al pobre Sapo.
Cada vez que lo veían acercarse por la vereda, me mandaban adentro y yo lo miraba desde la ventana. Era bastante bajito y usaba siempre la misma ropa sucia y rota. Tenía bien puesto el nombre de sapo: con su boca larga, su nariz aplastada y su mirada fija, casi perdida, su cara era la copia fiel del animal. Pero sobretodo era feo; feo y asqueroso como un sapo.
Venía a cualquier hora, a pedir sal para comer su tomate, a encargarle a mi abuela que le traiga un reloj de Bueno Aires (de Salta en realidad), a mirar a los chicos de la ciudad, a veces a pedir comida o plata; pero siempre a hablar con la señora.
Un día de tantos que llegó a ver a mi abuela, no había más adulto en mi casa que la mayor de mis primas (si se le podía atribuir el carácter de adulta). “Duerme la siesta” fue la respuesta que escuché desde el cuarto. Todos rieron al oír que pasaría a despertarla; se rieron de eso y de muchas otras cosas que dijo mientras estuvo parado detrás de la pirca de piedra. Habló de que tenía esposa en Cafayate, que trabajaba en San Lucas, que sus hijos no lo conocían… y en fin, todo un repertorio de historias que mis primos fingían creer. Cuando finalmente lograron que se fuera, recuerdo lo último que dijo antes de despedirse: “yo no le tengo miedo a la muerte”. Lo recuerdo porque yo sí le temía a ese fantasma que vendría a llevarse todo, y cuando lo oí hablar así pensé que ese era un sapo muy valiente.
“Bueno, bueno” le dijo mi prima “chau Miguelito”, su verdadero nombre, o por lo menos el que él decía que era su nombre.
“Chau mi amor” respondió Miguelito, lo cual despertó una sonata de carcajadas, incluyendo la mía.
El Sapo Coyolo era el borracho de San Carlos, una parte del pueblo; se lo veía caminando tambaleante o a veces tirado en alguna parte. Yo lo miraba siempre de lejos, con curiosidad y miedo. Se ponía contento charlando con los chicos, siempre y cuando lo llamaran por su nombre.
“Miguelito, ¿te acordás cuando éramos Batman y Robin?” “¿Te acordás cuando fuimos a la guerra?” Eran algunas de las historias que los chicos le inventaban, y él feliz se creía que había tenido todas esas vidas. Era pura sonrisa desdentada hasta que alguno empezaba a cantar “Sapo, sapo, sapito…” Entonces agarraba piedras y perseguía a los chicos arrojando misiles. Ellos corrían riendo, aunque llenos de miedo, me admitió alguna vez mi hermano.
Fue una de esas veces, que mi hermano llegó corriendo, agitado que empecé a tener verdadero miedo del Sapo Coyolo. Una de las piedras le había rozado la frente, y aunque no era nada grave, en mi familia se armó un pequeño escándalo; pero entre “borracho de mierda que se mete con los chicos”, y “pendejos de mierda que se meten con el borracho”, la situación se fue calmando. Yo salí a la galería a tomar mate con mi abuela que estaba con la señora que le vendía los billetes de lotería.
“Pero ¡¿será posible, señora?! ¡Meterse con los chicos! Ya me harté de ir a la municipalidad a pedir que lo metan en la cárcel.”
Me pareció raro ver defender a los chicos a la mujer por la cual se debe haber inventado el término pedofobia.
“O por lo menos que no lo dejen entrar al pueblo, ¡que lo manden a San Lucas con la hermana!”
“¿Tiene familia en San Lucas?” pregunté curiosa.
“Una hermana no más. La gorda de San Lucas; a esa también le falta una vuelta de rosca”
“Ah y ¿no tiene esposa en Cafayate? ¿o hijos?”
La señora rio ante mi ingenuidad. Mi abuela me tocó la cabeza y me sonrió compasiva.
“Es un hombre enfermo hijita, se imagina cosas, se olvida de otras, no hay que creerle todo lo que dice”
“¡No hay ni que mirarlo!” sentenció la de la lotería.
Hubo un momento de silencio, en el que mi abuela (yo sospeché años después) estaría respirando y contando hasta diez; la señora miraba su tortilla; y yo… bueno, yo en realidad no tenía nada que decir. Después mi abuela se levantó explicando que iría a buscar la cartera para pagarle lo del billete. Fue en ese minuto que mi abuela nos dejó solas cuando descubrí la verdad del Sapo:
“Ese hombre es el diablo” me dijo mirándome fijo. “No te le acerqués, ¿me entendiste?”
Yo no dije nada, no podía dejar de mirarla. Entonces llegó mi abuela, la señora se levantó, agarró la plata y se fue.
Yo quedé sentada mirando el vacío, asustada de verdad; sólo salí de mi trance cuando mi abuela me tocó el hombro. Levanté la cabeza para ver su sonrisa, que escondía un poco de preocupación:
“No le des pelota a la vieja esa” me dijo “está más enferma que Miguelito y la hermana juntos”.
Como siempre, sus palabras me tranquilizaron, incluso me reí. Tal vez me hubiera olvidado de aquella conversación con la señora de la lotería si no fuera por el incidente de años después.
Había cumplido, un poco sin darme cuenta, el mandato de no acercarme al Sapo Coyolo: si venía a casa me escondía en el cuarto de siempre; si lo veía por la calle o en la plaza, cambiaba de dirección; si veía que los chicos lo estaban molestando, corría a mi casa antes de la lluvia de piedras. Hasta que un buen día…
Volvía del río, llena de barro; mis primos habían ido a comprar cosas para el té y yo me había adelantado para usar la manguera primero. Entré por la parte de atrás, para limpiarme un poco antes de pasar a la casa, el mismo ritual de siempre; pero al acercarme al grifo de agua, lo vi por primera vez. No lo había visto antes por estar concentrada en buscar la manguera; ahora ya era tarde, ya estaba enfrente mío, y lo que era peor, me estaba mirando a los ojos.
Todavía me acuerdo cómo se me heló la sangre y todo el cuerpo, esos ojos me miraban, los ojos del diablo. En ese momento no entendí bien qué era, sólo sentí como el alma se me llenaba de angustia y miedo. Fue de más grande, cuando ya había conocido un poco lo que era el dolor humano cuando comprendí que lo que esos ojos transmitían era miseria, dolor, desaliento; todo el sufrimiento humano estaba contenido en esos ojos, los ojos del diablo…
Cuando por fin pude reaccionar, corrí hacia dentro y salí por el frente a la galería, donde estaba mi abuela sentada en el lugar de siempre. Corrí y me senté en el suelo a llorar; apoyé mi cabeza en sus piernas y lloré, tapando mi cara con los brazos. Sentí como mi abuela me tocaba la cabeza, cariñosa y preocupada.
“¿Qué pasa hijita?”
“El diablo, mami… el diablo” fue todo lo que pude decir.
Alcé la mirada para encontrar la de mi abuela, que tenía una expresión triste. Había entendido de qué estaba hablando, después de todo ella siempre miraba a Miguelito a los ojos. Me dejó llorar un rato mientras acariciaba mi cabeza. No recuerdo bien cuántos años tenía, pero sí recuerdo haber sido demasiado grande para llorar en la falda de mi abuela.
Mis primos llegaron corriendo a los gritos, buscando todos lo mismo que yo: la protección de la abuela.
“¿QUÉ HACE EL SAPO COYOLO EN EL PATIO?” fue el interrogante general.
“Lo mandó la municipalidad a hacer unos trabajos” dijo en un suspiro mi abuela “Me está haciendo los pozos para plantar uvas”.
Hubo algunas quejas y burlas, pero mi abuela sofocó la rebelión de un solo grito.
Después de que todos se fueran me levanté. Una sombra roja cruzó mi cara cuando vi a mi abuela toda sucia con barro.
“Perdón mami”
“No importa” respondió. “Andá a lavarte. Y si lo ves a Miguelito no le tengas miedo, él siempre sufre solo”.
Pero cuando salí a manguerearme Miguelito ya no estaba.
En mi memoria guardo una conversación de mi abuela con el sapo; no fue ni la primera ni la última, ni la más interesante, ni la más graciosa, ni la más loca… Fue una frase; una del sapo y una de mi abuela, que tal vez nunca entendí.
Cuando llegó esa noche el Sapo Coyolo a mi casa, encontró a la señora en la galería. Hablaron de muchas cosas, el Sapo contaba historias a veces contradictorias, quién sabe qué cosas eran verdad y cuáles mentira. Mi abuela lo escuchaba, lo miraba, le hablaba de vez en cuando. De repente Miguelito comenzó a llorar:
“Yo no me quiero morir, señora” decía mientras se tapaba los ojos con las manos. “Pero ¿ese no era el mismo sapo que hacía unas horas había jurado que no le temía a la muerte?”, recuerdo haber pensado.
Ahora, cuando vuelvo a ese día, entiendo que no fue una simple “cosa de borrachos” querer morir a la tarde y querer vivir en la noche. Ni vivo ni muerto, ni de acá ni de allá, la vida de Miguelito era un infierno, y su presencia, la puerta hacia ese lugar para todos los que se le acercaban. Pero ¿por qué no quería morir?, ¿qué lo hacía no terminar de resignarse a ser el Sapo Coyolo?; supongo que por eso le gustaba que los chicos le inventen historias.
“No te vas a morir Miguelito” le decía mi abuela, y él sonreía entre el llanto.
Tal vez eran esas charlas lo que le daban consuelo, o tal vez era el hecho de estar con otro ser humano que no lo tratara con desprecio; pero yo sé que era la mirada de mi abuela, porque sus ojos, lo entendí cuando no estuvieron más, eran una ventana al cielo.
Esa conversación terminó cuando mi papá salió a echarlo. Yo salí detrás de él, para verlo irse caminando tambaleante por la calle. Seguramente iba al cementerio, donde siempre dormía, ahí nadie le huía, pues los vivos no se acercan a esos lugares de noche, y los muertos están muertos, y en medio de ellos está el Sapo Coyolo, solo, abandonado de todos…
Escucho las últimas notas de la guitarra mientras mi prima termina de cantar. Mi sobrinita aplaude contenta y pide repetición. Pero su mamá le propone ir a la plaza ahora que ya paró la lluvia. Yo me rio mientras las veo correr al cuarto a ponerse las botas de goma.
Después que se van, me siento en la pirca a fumarme un pucho mientras espero que venga Miguelito. Todavía no apareció este verano, pero ya vendría, y seguramente mi sobrinita se escondería como yo lo hacía, y mi hermano lo echaría como lo hacía mi papá, pero él igual vendría, porque aunque se olvide de algunas cosas e invente otras, Miguelito nunca se olvida de la señora.
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