Suena el silbato, la gente se apura, el pañuelo verde se sacude. Unos corren para llegar; otros, resignados, resoplan y caminan.
El tren arranca, la gente se amucha, el frío casi no se siente.
El paisaje baila entre las ventanas apenas unos segundos, para perderse luego en la distancia de otros vagones, de otros trenes.
Auriculares puestos, vista perdida en algún lugar adelante, en ese extraño juego de marcos encimados e infinitos que atraviesa el enorme gusano metálico.
El tiempo ya no se mide en minutos, sino en estaciones, combinaciones, salidas, entradas, escaleras, rampas.
La vida parece detenerse y al mismo tiempo avanzar demasiado rápido.
Como si de alguna manera el aire supiese lo que está a punto de pasar, se condensa, se hace pesada. Huele a dolor.
De repente hay gritos que duran apenas unos segundos y se apagan; los marcos infinitos se enciman demasiado y marean a la vista, el aire se baña en agonía y dolor con cada grito que resuena; pero más aún, con cada uno de los que se apaga. Ojos abiertos, ojos cerrados, cuerpos doloridos; otros ya sólo eso, cuerpos.
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