El rey de Creta Minos obtuvo de los dioses la belleza y la inteligencia, pero no la suficiente virilidad. Poseía el cuerpo, mas no el alma de una de las mujeres más hermosas de la Hélade llamada Pasífae. Ella había servido de inspiración para estatuas de Afrodita que difícilmente le hacían justicia, pues no había escultor capaz de transmitir al mármol la lubricidad de una mirada que por sí sola generaba oleadas de deseo en cuanto macho se posara. Tampoco conseguían otorgar a las efigies la sensualidad de los labios de la reina, ni el exacerbante aroma de su piel o la frondosidad de su cabellera dorada como el trigo maduro.
Minos engendró a Ariadna en un rapto de lánguida pasión. La niña desgarbada era indigna del vientre que la gestó, pero constituía el único objeto de amor de un Minos obnubilado hasta la ignominia por el instinto de poder.
Minos venció a las tribus aledañas a su territorio y encerró en prisiones abyectas a los príncipes en desgracia. Pero algo lo incordiaba impidiéndole el descanso: ninguno de sus rivales doblegaba su soberbia. Se mantenían hieráticos y desafiantes aún en harapos ante la presencia del monarca.
De modo que una ocasión Minos fue despertado por los gemidos de amor solo de Pasífae, y tuvo una ocurrencia que acabaría de tajo con la altivez de sus enemigos, sirviendo como escarmiento para los rebeldes que mantenían en perpetua alerta a sus huestes de hoplitas.
Minos desplegaba sus decisiones en una pléyade de funcionarios diestros y fieles, por temor o lealtad. Pero ninguno igualaba en sabiduría al anciano Dédalus, el esclavo macedonio que Minos rescatara de una ejecución inminente por sus continuos intentos de escape. Ese gesto de benevolencia del rey tuvo como fin aprovechar para sí las artimañas y la lucidez del viejo, que desplegaba inteligencia y tesón en cada huida.
Así que Minos compartió su idea con Dédalus en la primera oportunidad, ordenándole que concretara la obra por la que el rey rozaría los lindes de la leyenda: un laberinto del que ni Hefesto o sus hetairas se pudieran evadir.
Dédalus requirió de toda su capacidad y dominio de las relaciones numéricas. Se valió incluso de conceptos que horadaban el pellejo prohibido de la metafísica. No sólo consideró las manifestaciones aritméticas manidas, sino que jugó con las derivaciones de la ruptura del concepto de unidad, mediante lo cual un elemento a su vez se desmenuzaba en más partes de intrincada concepción para el triste discernimiento de un rapsoda.
El laberinto de Minos haría trizas la estabilidad emocional y mental de sus adversarios. Constaba de innumerables habitaciones de varias puertas idénticas, a las cuales se accedía por un entramado cual telaraña pétrea de escalones minúsculos que obligaban a subir con cuidado, con el riesgo de caer y descoyuntarse las extremidades.
Las escaleras zigzagueantes se trenzaban al cruzar las puertas, dirigiendo al cautivo hacia círculos céntricos con letrinas y huecos en los techos para recibir alimentos dignos de un porquero.
Los presos serían conducidos al laberinto, y no faltó el osado que corriera hacia la primera salida frente a él, perdiéndose irremisiblemente. Los demás optaron por mantenerse en el área anexa a la entrada principal, resguardada por esclavos nubios con la consistencia de las rocas.
Un emisario de Atenas llegó al reino de Minos para sellar un acuerdo defensivo ante la flagrante osadía de Esparta, aunque a nadie le pasó desapercibido el auténtico objetivo de la visita: el sondear el real grado de amenaza que pudiera representar Creta para la preeminencia ática.
El arribo del extranjero tuvo otras repercusiones más sutiles. Pasífae fue seducida por su perfección apolínea conjugada con la brusquedad de sus modos militares. El ateniense llamado Taurópoulos exudaba testosterona por cada vello de su cuerpo de bestia del Olimpo, y tenía una voz cuya aspereza evocaba la virilidad de un cíclope en cuarentena.
Pasífae sólo soportó una noche las fantasías dionisiacas que estrujaron su intimidad. Por la mañana citó a Dédalus en los jardines reales y le ordenó un brebaje para obtener el dominio temporal de la voluntad de Taurópoulos, y otro para evitar la injerencia de Minos. Dédalus obedeció sin pestañear.
El crepúsculo se diluyó mientras Pasífae salía del lecho donde observó los efectos de un somnífero en Minos. Luego se dirigió al recinto donde Taurópoulos balbuceaba incoherencias, sudoroso y como hipnotizado, con una erección que dejó sin habla a la reina.
Pasífae se entregó a las más interdictas expresiones del apareamiento humano y divino durante las siguientes horas y en el transcurso de los días que Taurópoulos permaneció en el palacio. Y no se arrepintió.
Semanas después Taurópoulos ya sondeaba el lomo del Egeo, y Pasífae intuyó un riesgo al que se había expuesto; de modo que se las arregló para yacer con Minos y no dudó tiempo después sobre el auténtico origen de su gravidez.
Thálatos nació en las fiestas de Lupercus. Era un robusto bebé que sería orgullo de Minos y envidia de Ariadna. Creta incrementó su poder al paso de los años, y Thálatos desplegó una fuerza física y mental aparejada con la naciente belleza mediterránea de Ariadna.
Minos había conseguido el dominio del proceloso mar, y era capaz de imponer condiciones ventajosas sobre los atenienses, cuyas doncellas fueron codiciadas por un Thálatos que llegó a la adolescencia con un empaque físico intimidante. Por eso Minos ideó una nueva ostentación de supremacía: exigiría como tributo a grupos selectos de muchachas bajo la amenaza de una invasión militar.
A Thálatos no le bastó el satisfacer sus deseos primarios. Se empeñó también en conocer los secretos del laberinto de Minos y se hizo acompañar por Dédalus. Arribaron al sitio donde los otrora ufanos príncipes habían adquirido el miedo y torpeza de las ratas, y Thálatos avanzó firme, con resoplidos de violencia animal. Se dirigió al primer umbral y lo traspuso ignorando a Dédalus. En cuestión de horas recorrió el vientre del laberinto y retornó triunfante con un atadijo de huesos de los prisioneros difuminados en el recuerdo.
La noticia de la proeza del príncipe recorrió los resquicios del imperio. No fueron pocos a quienes agobió un miedo reverencial por la prodigiosa memoria y raciocinio del joven de estampa mítica.
No tardó mucho para que Thálatos se empeñara en habitar el que consideraría su palacio, al que adaptó un mobiliario elemental luego de arrojar a la calle a los presos de conciencias resquebrajadas. Estaba harto de las intrigas palaciegas y el cotilleo de la reina y doncellas, por lo que se instaló con sus mujeres, a quienes no tardó en expulsar.
La situación duró tanto como la tiranía de Minos, hasta el aciago día en que un joven se infiltró entre las esclavas griegas para hendir al tirano en las entrañas mismas de su poder. El héroe engrosaría la leyenda del laberinto inaugurando una nueva dinastía. Su nombre: Teseo, del Peloponeso.
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