Era habitual verlo en los campos de maíz, entre las espigas, jugando a las escondidas con un amigo invisible. Su saco raído cubría un cuerpo que adivinábamos demasiado delgado para su tamaño. Mis hermanos y yo nos acostumbramos a él y lo considerábamos nuestro amigo, un compañero de juegos que nos observaba desde la distancia.
Una noche Mamá nos despertó muy nerviosa. Afuera brillaban luces potentes y se escuchaban los gritos de los hombres mezclados con el aullido de la sirena. Mamá cerró las cortinas de nuestro cuarto y nos ordenó meternos debajo de la cama. Nos dijo que los vecinos estaban buscando a un hombre malo que había matado a alguien en el pueblo. De pronto escuchamos dos disparos y después nuevamente los gritos y las luces que se alejaban. Un vecino llamó a la puerta y habló con mi mamá. Yo me arrastré hasta el pasillo y logré escuchar que le decía: -Señora, tenga cuidado, lo herimos pero se escapó, vamos a dejar un guardia aquí en caso de que regrese.
Después de eso la casa quedó en silencio y Mamá nos llevó con ella a su cama. Los tres nos escondimos rápidamente debajo de las mantas y no pudimos volver a dormir hasta la madrugada.
A la mañana siguiente, mi hermanita, Micaela, fue la primera en levantarse y se escapó al campo, mientras nosotros peleábamos para ver quién usaba primero el baño. Un rato después, cuando estábamos en la cocina tomando la leche, entró mi mamá abrazando a Micaela que lloraba desesperada y exclamaba entre sollozos: - ¡Lo mataron! ¡los hombres lo mataron!
Mi hermano y yo corrimos hacia el maizal, cruzando el alambrado que marcaba el límite de nuestra casa. Nos acercamos lentamente: el cuerpo de paja estaba colgando allí, como siempre, pero su ropa estaba cubierta de sangre.