I
Penitenciaría del Estado, Gorki Town.
Una tensión sobrehumana se percibe en los rostros de los presentes. El recinto de ejecuciones es un cuarto circular y frío en cuyo centro reposa una silla de metal austera y renegrida por el constante uso. Encima del asiento cuelga un complejo dispositivo eléctrico hasta la parte inferior del mismo. Las paredes del lugar son de color gris claro, aunque algunas de ellas están manchadas por una gruesa capa de hollín, que simula una figura humana con los brazos abiertos en cruz. Adentro, el aire se torna irrespirable. La ansiedad mostrada por los testigos de la ejecución, contrasta con la aparente calma que el hombre muestra en sus ademanes de condenado. Su rostro se ve, sin embargo, deformado por una palidez póstuma, y por sus ojos claros cruza agazapada, la muerte.
“ Son las siete en punto, señor juez, hora de comenzar con la ejecución”, dice el funcionario judicial. “Sí, señor fiscal, entre más rápido, mejor. El condenado tiene derecho a un último deseo”, informa el juez. El condenado, responde: “Señor, mi último deseo es que... me sepulten al lado de mi Margaret”.
II
Suburbio Oeste, Gorki Town.
Vito observa con ojos de somnoliento el reloj despertador que reposa inerte sobre una desordenada mesa de noche. Son las siete en punto. Tiene una hora más de sueño, a lo sumo, dos. Su jornada laboral comienza a las once y treinta en la tienda de antigüedades del señor Anderson, donde tiene que descargar y ordenar los valiosos pedidos que llegan con regularidad al establecimiento. Se acomoda mejor en su sofá cama. El sueño retorna y el joven vuelve a dormirse sin dejar a un lado su tranquila respiración de bebé.
Ahora está atrapado en el centro de un cuarto oscuro. Sólo sus manos lo pueden guiar cuando tocan con ansiedad las paredes porosas y ásperas de su nuevo destino. Luego de un esfuerzo por caminar entre las sombras, alcanza la puerta de salida. Al intentar abrir, la perilla se desmorona entre sus manos. Un haz de luz roja se cuela por todos los rincones del cuarto. La luz entra por oleadas entre los agujeros astillados de un viejo techo de madera. Ante sus ojos, aparece una silla desvencijada hecha de roble en todo el centro de la habitación. Al fondo se perciben las risotadas abiertas de un público ameno en un programa de espectáculos. Una sombra humana lo lleva a la fuerza hacia la silla, asegurando las correas que ahora aprietan violentamente sus manos y sus pies.
El murmullo de los presentes taladra sus oídos. Otra luz, la de un reflector, ilumina una mano larga y huesuda que sostiene una manija de metal. Comienza a bajar lentamente la manija mientras el primer haz de luz roja titila ante sus ojos. Un fuerte corrientazo lo devuelve a su cuarto. Despierta sobresaltado. Observa de nuevo su reloj. Son ahora las diez y media. En la tienda de antiguedades el señor Anderson tiene cara de pocos amigos. Le reprocha su tardanza. Lo envía de un empujón hasta la parte trasera de la tienda. Allí lo espera un arrume de cajas llenas de antiguos objetos que debe acomodar en los estantes del lugar. Como en un suspiro, llega el momento del cierre y con él, la tan anhelada hora en que puede verse con su novia de siempre. Se citan como es costumbre en la vieja heladería de la esquina de la calle Velbedere, donde los esperan dos cremosos helados de vainilla y pistacho. La calle está atiborrada de automóviles. También de transeuntes que recorren la acera llenos de paquetes y con caras alegres. Margaret llega media hora después de lo acordado, luciendo unos jeans desflecados que combina perfectamente con una blusa transparente y de mangas bombachas. Su pelo rizado y claro se mueve con la suave caricia del viento de la tarde. Está realmente hermosa. Por eso a Vito se le olvida la tardanza. Devoran su helado y salen a recorrer las viejas calles de Gorki Town. Hablan del clima, de las anécdotas laborales, de sus planes para casarse, de su eterno amor. La amena conversación los lleva hasta el parque de La Discordia, ubicado en el centro del pueblo. Recorren los jardines de flores multicolores.
Aquella parte del parque se encuentra aparentemente vacía. Sin embargo, una punzada en el corazón de Vito lo obliga a mover su cabeza hacia su derecha. En el fondo de un pequeño bosque, se observa la figura de un hombre. Está recostado contra unos de los enormes sauces. “Margaret, ¿ves aquel hombre recostado en el sauce?, me está poniendo algo nervioso, será mejor irnos...”, sostiene. “Pero querido, yo no veo a nadie; son tan sólo impresiones tuyas, mejor bésame ¿quieres?”, le dice dulcemente la chica.
III
Suburbio Oeste, Cuarto de Vito, Gorki Town
El reloj despertador muestra las doce de la noche. Vito da vueltas en su sofá cama sin lograr concebir el sueño. Se levanta algo pesado. Camina hacia la única ventana que hay en el lugar. Frota sus ojos claros que están llenos de lagañas. Comienza a percibir la quietud de la hora. La noche está cargada de nubes. En el horizonte se observan varios destellos cortos, presagio de la temporada de tormentas que tendrá lugar en el mes de octubre. Su mente fluye hacia el sueño de la noche anterior. Recuerda su cara de espanto. Ese corrientazo profundo, doloroso en todo su maltratado cuerpo. Se impresiona de nuevo. De inmediato su pensamiento lo traslada hacia otro escenario más tranquilo: el tierno rostro de Margaret, con sus ojos de almendra, su nariz pequeña, fina, su boca carnosa, sus senos elegantes y redondos, su cintura de adolescente, sus piernas largas y lechosas. Está seriamente enamorado de ella. Lo estuvo desde que la vio en el Cinema Paraíso aquella noche de Viernes, hace ya tres años. Decide llamarla a las residencias universitarias, sin importarle la hora. El teléfono timbra cuatro veces; una somnolienta voz le contesta. “Margaret no está” dice. Le recomienda llamarla en las horas de la mañana.
Las amplias ojeras de Vito reflejan su estado de ánimo. La llamada de la noche anterior lo ha dejado inmerso en los terrenos pantanosos de la incertidumbre y el desamor. Durante todo el día no hace más que pensar en la sospechosa salida de Margaret. No tiene familiares y su única amiga es su compañera de cuarto, o por lo menos eso es lo que siempre le ha dicho. Es de nuevo la hora del cierre. El señor Anderson le pregunta si está enfermo. Vito no contesta. Sale del lugar absorto en sus pensamientos. Se dirige hacia las residencias universitarias. La tarde se apaga entre la oscuridad de la noche. Ahora está frente a la habitación 303. El joven escucha a dos personas que se encuentran discutiendo en el interior del lugar. Toca de nuevo, pero nadie responde. Luego de unos segundos, Margaret abre. En su rostro se percibe un dejo de contrariedad. Dejo que observa igualmente Vito, quien intenta pasar.
“Es mejor que no entres, el cuarto está algo desordenado”, dice la chica. “No importa, yo conozco tu desorden, responde Vito. “No, en serio, mejor te invito a la cafetería y tomamos algo, ¿té parece?”, le propone Margaret. “Bueno, está bien... aunque hace unos instantes escuché como si estuvieses discutiendo con alguien...”, sostiene Vito. “De seguro fue la televisión. Estaba viendo una de esas telenovelas rosas; tú sabes que me gusta llorar un poco viéndolas. Pero vamos, que me muero de ganas por verte y disfrutar de tu compañía.”, dice la joven, mientras lo toma de la mano y lo invita a bajar las escaleras.
La cafetería es un lugar lleno de bombillos de neón y afiches de ídolos musicales. Las mesas son anchas y espaciosas. Las sillas, por el contrario, angostas y mullidas. La señora que atiende la caja les prepara el pedido. Le pregunta a Margaret por aquel chiquillo delgado y buen mozo con que la vio la otra noche. A Margaret se le colorean sus suaves y tersas mejillas. Apura el paso con la bandeja entre sus manos temblorosas, hasta llegar a la mesa. Vito le hace la pregunta obligada. Al principio la chica tartamudea, pero luego se controla. Responde que su vecina necesitaba algo de ayuda para su examen de estadística y que por eso se ausentó por algunas horas. “¿Y qué hay del chiquillo buen mozo?” Pregunta Vito con algo de malicia. “De seguro la señora de la caja me confundió con otra chica, ya te dije que no frecuento a nadie más que a mi compañera de cuarto”, afirma evasiva.
VI
Residencias universitarias. Universidad de Gorki Town.
Faltan cinco minutos para la media noche. Un aire de soledad se respira por los pasillos de las residencias universitarias. Para Vito fue una empresa fácil, esconderse en el cuarto de mantenimiento por algunas horas, luego de haber dejado sana y salva a su novia. Se dirige sigiloso hacia el tercer piso de la edificación. Al final de la
escalera se topa con uno de los estudiantes que lo saluda maquinalmente. Baja apresurado por el resto de los escalones marrones. Observa su antiguo reloj de pulso, regalo del señor Anderson en su último cumpleaños. Serían las doce cuando llamó a Margaret, la noche anterior. De repente, el cuarto contiguo al de Margaret se abre y la chica entra en medio de una oleada de perfume francés. Es el perfume que le había regalado en su aniversario de novios. Un calor sofocante y embriagador recorre todo el cuerpo de Vito; la sensación que ahora experimenta es muy similar a la vivida por él en su última pesadilla. Aquel corrientazo lo lleva lentamente hasta la habitación 302 Adentro escuchan los golpes acompasados de la puerta. Un jovencito de ojos claros y rostro de muñeca lo recibe semidesnudo y con pasmosa tranquilidad. Entonces un puñetazo fuerte, directo a la mandíbula, hace retroceder al chiquillo que cae inconsciente en la alfombra color vino tinto.
Margaret ha palidecido casi hasta desaparecer. Vito se para frente a la chica. La mira con ojos desorbitados. Su rabia crece a cada segundo. La joven cubre su cuerpo desnudo con una frasada. Las manos de Vito son ahora dos tenazas que presionan el cuello de la muchacha hasta ahogarla. Poseído aún por aquel corrientazo de rabia, agarra
entre sus manos sudorosas una imagen de bronce que adorna la mesa de noche del muchacho. Mientras tanto el rubio se ha despabilado en intenta llegar hasta la puerta. Sin embargo, tres certeros golpes le cierran el paso. El último es mortal. Le parte el cráneo en dos. Suelta la pequeña escultura humana de bronce. Se arrodilla exhausto. El hombre que antes fue, le ha dado paso a uno nuevo, más sombrío y con el alma manchada por la culpa y el arrepentimiento.
V
Estación de policía. Gorki Town.
La estación está repleta de agentes que van de un lado a otro con un montón de papeles entre sus axilas. Es un lugar sobrio y frío, iluminado por grandes bombillos fluorescentes y una oleada de mesas de madera que sostienen inmensas torres de carpetas. Su olor es peculiar. Un olor a sudor revuelto con castigo. El hombre que lo atiende no
lo mira a los ojos. Es un hombrecillo delgado y de dientes salidos como de ratón. Lo hace llenar un formato. Le dice que espere sentado a que lo atiendan. El tiempo pasa. Luego de quince minutos de “paciente” espera, Vito decide ingresar a la fuerza en las oficinas. Un puñado de pistolas y revólveres le apuntan directo a su delgada
cabeza. Uno de los policías, al parecer el jefe de la estación, pide a sus hombres que bajen las armas. Le indica a uno de los agentes que lo requise. El viejo policía lo invita a sentarse. El joven le cuenta lo sucedido. Le confiesa que acaba de matar a su novia a quien encontró haciendo el amor con su amante y que de seguro no tiene perdón
de Dios. Luego le indica el lugar del crimen y se recuesta sobre la mesa para dejar escapar un torrente de llanto reprimido.
VI
Casa de Justicia. Gorki Town. Dos meses después.
El lugar es frío y lleno de pinturas alusivas a la justicia. Las sillas son nuevas, así como el gigantesco escritorio del juez. La puerta se abre. El Honorable Juez Edwuard Sermone entra en el recinto. Sólo se escucha el “clap” acompasado de sus botas de cuero. Se sienta. Observa fijamente a Vito que está en compañía de su abogado. Casi
todo el pueblo se encuentra reunido en la sala. El Juez pide el veredicto. Un guardia se lo alcanza. Su voz es grave y profunda. Lee: “El señor Vito Espencer, según las leyes del distrito de Iringord es declarado CULPABLE del homicidio de Margaret Hildelburd y su amante Crinstian Rosseti, por lo cual se le aplicará la máxima pena impuesta por la justicia en este estado: la silla eléctrica.” “Se cierra la sesión”, dice. Ya todo está consumado.
VI
Penitenciaria del Estado. Gorki Town.
“Señor, mi último deseo es que... me sepulten al lado de mi Margaret”. Las luces del lugar comienzan a titilar cada dos segundos y por parejas. El murmullo de la concurrencia le ha dado paso a un incómodo silencio. Los rostros de los testigos se desfiguran en una mueca de desagrado. Dos de los presentes se desmayan casi al mismo
tiempo. La sombra que antes cubría por completo las paredes grises, es ahora un torrente de luz blanca y brillante que lumina todo el lugar. “¡De nuevo ese corrientazo!”, alcanza a gritar el condenado. Cinco minutos después, Vito Spencer se ha convertido en una más de las figuras de hollín que ahora decoran la pared derecha del recinto.
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