La obra de un artista de dos cabezas, y que a menudo resulta ser confundido con un monstruo, no es resultado de la suma de dos menos mentes, ni mucho menos a lo sumo me atrevo a decir que es producto de la ardua discusión, de la locura total que discurre antes de la creación; mientras uno ve con tibieza el mundo, el otro lo ve con extrema frialdad o con cálido sentimentalismo, por eso y solo por eso, los bipolares, los siameses, las almas gemelas, los duetos, algunos hermanos, algunos amigos o el simple complejo de nuestra mente, no encuentran otra forma de nutrirse sino con la hiena del discurso ególatra que parte del “yo”.

Luego paso a paso, te desdoblas en un desorden descomunal, que no te deja, que te jode los poros, que te alborota los lagrimales, forzosamente una de esas dos cabezas deberá perderse, es una migración a la soledad, esa vida color de rosa que no nos fue dada, en la que la mitad del monstruo se empeña, la que la otra mitad se encarga de desteñir, invariablemente, habrá un punto en que uno de esos dos se perderá.

Y en ese desenlace, temporal o definitivo, al no encontrarte encontrarás al otro, más aún… al comenzar una historia nueva llevarás al que dejas a ese nuevo afecto, cargaras con sus costumbres, con sus palabras, con sus pensamientos y hasta con sus convicciones. Hoy día resultan más baratas las relaciones cortas, a cuotas fijas y sin intereses aunque las obras de un artista, reitero, devienen del monstruo, de esos que a pesar de todo se empeñan en dejar de ser por ser revolucionario, amigo, cómplice, pareja, poeta, hermano… Es tan fácil decir adiós y tan delirante sostener a dos con una sola mano que conviene quedarse siempre, siempre, un poco más a ver qué sucede.