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La profesora nos pidió un cuento con este inicio: “Rompí la carta. Al fin y al cabo, tampoco podría pagar el rescate aunque quisiera hacerlo.”

A estrujarse el coco tocaba.

Hijo único

Rompí la carta. Al fin y al cabo, tampoco podría pagar el rescate aunque quisiera hacerlo. En los últimos días lo he perdido todo.

Marta siempre elegía parajes maravillosos para el recreo de nuestros sentidos. Además de cultura, disponía de un refinado gusto, que invitaba a disfrutar de cualquier placer que la naturaleza pudiera ofrecer o que la mano del hombre hubiera elaborado.

—Cierra los ojos y mastica despacio —me dijo sonriente, mientras se acercaba a mí con un tenedor que tapaba con la mano izquierda, para que no pudiera ver su contenido—, lo he hecho especialmente para ti.

—Está delicioso —balbucí mientras mis papilas se despedían llorosas de tal tesoro —, ¿de qué está hecho?

—De mucho cariño. Los demás ingredientes me los reservo, no sea que alguna mala persona que yo conozco, haga mal uso de ellos —respondió sarcástica, mientras su cara reflejaba un gesto burlón.

Y corrí tras ella, como tantas veces; siempre en la misma dirección; siempre haciendo que la cena se enfriara.

Nunca me había sentido tan feliz. No podía imaginar que, metido en la cuarentena, encontraría una mujer tan maravillosa, que colmara de esa forma mi existencia, consiguiendo que mi vida tuviera un verdadero sentido. Haría lo que fuera por ella.

Aquella gélida mañana de mediados de febrero, con las aceras enmoquetadas en blanco, propicias para resbalar, apareció ella, que se deslizó a mi lado, aferrándose a mi brazo para no caer, a punto de precipitarnos, como dos niños en su primera visita a una pista de hielo. Cara de susto, disculpas, primero. Sonrisas, chocolate caliente, después.

Ese día afloró Marta, como un beneficio añadido. Fue nada más salir del banco, donde contraté aquel fondo, tras aquella jugosa operación financiera. A partir de ese momento, mi suerte cambió.

Ser hijo único, aunque pueda no parecerlo, cuenta con numerosas bondades. Éstas aumentan si perteneces en una familia económicamente respetable: puedes estudiar en los mejores colegios, te mueves en círculos distinguidos, conoces a personas que para otros serían seres de ficción y, sobre todo, no tienes que rivalizar con nadie para conseguirlo.

—¿Quién es? —pregunté a Marta, al ver la foto que llevaba en el interior de uno de los desplegables de su cartera, complemento que solía utilizar con la mayor discreción. La había abierto sin reparar en mi presencia y rápido la cerró.

—Es mi hermano Rafa. Sabes que soy muy celosa de mi intimidad, prefiero no hablar de mi familia.

No hice ningún otro comentario. Ese hermetismo era lo único que podía reprocharle, pero yo actuaba de forma similar. Por un momento me resultaron conocidos los ojos de Rafa; quizás me recordaban la mirada de su hermana.

Ser hijo único, si bien puede creerse que todos son excelencias, acarrea ciertos inconvenientes: no poder compartir tus ilusiones y confidencias, largos ratos de aburrimiento, no desarrollar ciertas habilidades que poseen otros niños. En mi caso, estas desventajas se acentuaron por el hecho de perder a mi madre en plena pubertad, quedándome sólo con mi padre, siempre muy ocupado, y con alguna asistenta severa, aburrida y… fea, todo hay que decirlo. Parecía que mi padre se esmerara en contratarlas así.

Él se ha dedicado a los más variopintos negocios, en muchos casos ignorados por mi madre y, más tarde, por mí. Sé, por terceras personas, que no todas sus ocupaciones han sido tan honorables como se pudiera desear del padre de uno. También conozco de sus adicciones al juego y al güisqui, aumentadas desde que enviudó. No sólo perdió dinero sobre el tapete, también posesiones y participaciones empresariales; amén de las hipotecas que pesan sobre todas nuestras pertenencias, incluida la casa donde yo vivo, y de los avales, firmados por mí.

Nadie cercano sabe de mis avatares paternos, ni siquiera Marta, que, en los dos meses en que llevamos saliendo, no ha conocido a mi progenitor; además, he procurado mentarle lo menos posible en nuestras conversaciones, a pesar de que, en varias ocasiones, se ha interesado por sus negocios.

Hace tres días falleció mi padre, de un infarto de miocardio. A su débil estado de salud no ayudó el estrepitoso fracaso financiero sufrido en las últimas semanas, fruto de ciertas especulaciones infligidas sobre sus bienes por sus llamados amigos. Al entierro no hemos ido más de diez personas. Marta estuvo todo el tiempo ofreciéndome consuelo, pero recriminándome, también, no haberle dado la oportunidad de conocerle en vida.

Ser hijo único supone que, en la mayoría de las ocasiones, heredas todas las riquezas de tus padres. A veces, como en mi caso, sucede lo contrario, y lo que obtienes son todas sus deudas, consiguiendo que pierdas, además, tus bienes, tus ahorros, tu reciente fondo, quedando en la ruina; aunque cuantos te conocen te envidien, por esa herencia tan suculenta que imaginan que has obtenido. Marta, incluso, alguna vez, había bromeado sobre mi presunta fortuna.

Hoy, al llegar a casa, la encuentro sentada en una silla, maniatada, con un ojo amoratado, y con una pistola apuntándola en la sien; suplicándome, entre sollozos, que la ayudara. A su lado, un tipo barbudo, con gafas de concha. Me da una carta y me dice que, en cuanto salga por la puerta con mi novia prisionera, la lea con detenimiento. Si quiero que ella siga con vida, deberé cumplir con lo que está escrito.

Me lío a puñetazos con todo lo que pillo a mano. Me descubro llorando, temiendo por el futuro de mi amada. Mareo mi cerebro pensando en ese tipo y caigo en la cuenta de que coincidí con él un par de veces en el banco; la última fue la mañana en que, al salir de la sucursal, conocí a Marta; el día en que contraté aquel fondo por medio millón de euros.

Sigo rumiando su cara y reparo en que sus chispeantes ojos son los mismos que vi, a hurtadillas, en la foto que ella guardaba en su cartera. Está claro. Es su hermano… o su marido… o su socio. Todo este tiempo he sido engañado. Tanto padre rico, tanto hijo único… tanto cariño malgastado. Sólo querían mi dinero, el dinero que ya es de mis acreedores.


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Texto agregado el 24-06-2013, y leído por 168 visitantes. (0 votos)


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