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Vivimos en una época carente de figuras reseñables. Con el advenimiento de la mencionadísima cultura pop, la transposición de valores acusada por Nietzsche en el siglo XIX cobró unas características inimaginables, borrando del espacio público los antiguos héroes que transformaban el mundo y lograban inmortalizarse. Lo popular –en un sentido
meta-económico- ha usurpado el espacio de las elites, generando una posma masificada en lo que respecta a las formas culturales. De allí que el trabajo de los biógrafos esté desapareciendo: cada vez son más escasos los individuos que merezcan un escrito inmortalizante. Es así como hoy en día antes de entristecernos nos regocijamos por defunciones esperadas –como la de Reagan- o en lugar de escribir con admiración las hazañas de algún personaje ilustrísimo lo hacemos con burla, temor o hasta rabia, pues a nuestras manos calígrafas llegan solamente las barbaridades de Bush (carnosidad ejecutiva de los designios del otro Bush, el más viejo) o el trabajo insuficiente, mediocre, minimalista de Álvaro Uribe, neófito en las artes dictatoriales pero excelente aprendiz.
Pero al realizar este breve escrito decidí llevar la contraria a la tendencia popular. No me importa si escribir sobre Solón de Atenas, personaje de monumental importancia para la historia de la política y la filosofía, resulta aburridor para las mentes reducidas de los agentes oficiales de la cultura pop. La política siempre se ha apoyado sobre la pilastra del recuerdo pluralizado (o como dice Maria Teresa Uribe: la memoria colectiva), de manera que recordar a los grandes hombres que han merodeado por este mundo y han dejado aportes milenarios no es ninguna pérdida de tiempo: recordemos para que sepamos hasta donde los hombres han sido capaces de llegar y nosotros capaces de retrotraernos.
Solón nace en Atenas (otros dicen que en la Isla de Salamina) en el 639 a.C. Como miembro de una familia noble –los Medóntidas- pudo dedicarse al comercio, los viajes y al estudio crítico de los poemas homéricos y hesiódicos. Alcanza el reconocimiento suficiente como para ser nombrado arconte (magistrado encargado de ejercer algo así como el “poder ejecutivo” de la polis ateniense) después de la sangrienta batalla con la ciudad-Estado de Megara, cuyo final fue desfavorable para Atenas. Durante su mandato impulsó varias reformas, entre ellas condonar las deudas de los campesinos, rebajar los tipos de interés y proteger la pequeña propiedad, evitando así la formación de latifundios. La sociedad fue estratificada en cuatro niveles económicos, fortaleciendo las clases medias con el fin de limitar los poderes de la nobleza. Para vigorizar la democracia fue creado un tribunal popular formado 4.000 propietarios de todas las clases al cual podían acudir los ciudadanos, fiscalizando de esta manera las decisiones de los poderes públicos. Puso en marcha un plan encaminado a fomentar el comercio y la industria, atrayendo para ello a extranjeros, fijando pesos y medidas y estableciendo una moneda estable teniendo como respaldo la cantidad de cereales producidos. Pero para comprender la magnitud de la obra de Solón hay que penetrar hasta el significado básico de sus reformas, hasta la sustancia primaria de sus doctrinas; esto lo encontramos en su poesía.
Si Atenas llegó a ser el arquetipo de la polis griega y por consiguiente el patrón de la vida política, fue gracias a los ideales jónicos que Solón logró plasmar en las dos modalidades de su poética: la elegía y el yambo. Jonia, región costera central de Asia Menor, es el precedente inmediato de la polis por la asombrosa juridicidad que logró establecer para regir la dinámica social de su territorio. El pueblo de la escuela de Mileto se caracterizó por su inclinación a la legalidad, o como ellos solían decir acudiendo a una florida terminología hesiódica, a la diké, lo que es superior a la ley dada por Zeus y conocida por los sacerdotes –lo que sería la themis-: es dar a cada quien lo que es debido, es otorgar a todos la posibilidad de exigir lo suyo, de acudir a los tribunales para que el aparato político se mueva en su beneficio; en pocas palabras, diké es la actuación con justicia. El concepto tardío ateniense de isonomía, de la igualdad democrática defendida ferozmente por Pericles, deriva del antiquísimo concepto jónico de diké, usado ostensiblemente por Solón en muchos de sus cantos como fundamento de la vida en la ciudad-Estado. Ir en contra a la fuerza de la diké es, dice Solón, un atentado contra toda la comunidad. En Hesiodo, primer discípulo de la justicia, una violación a las reglas justas tenía como consecuencia un castigo divino; Solón nos habla ya de la facultad de los hombres libres –eleutheros- para castigar a aquellos que deciden atacar la diké, atentando contra la legalidad oficial (themis) y las normas cosmogónicas, las leyes universales de la justicia: con Solón –y antes con Hesiodo- comienza la doctrina del derecho natural. Es importante resaltar el concepto de atentado contra la comunidad: ése es el gran invento griego, a saber, el sentido de lo colectivo fuertemente vinculado, el sentimiento de lo comunitario. Lo encontramos en Safo, la poetisa, quien en sus versos describía la vida con sus discípulas, como sus amores las afectaban a todas, como sus tristezas las laceraban por igual. También lo encontramos en el Tirteo, el gran canto del pueblo espartano que mostró a Solón la necesidad de fortalecer lo público, es decir, aquello que obligatoriamente pertenece e incumbe a todos por igual por la sola condición de ciudadano que detentan los áticos. La legalidad en las actuaciones de los jónicos, el patriotismo dramático de los espartanos, el amor por la comunidad de Safo, la idea hesiódica de un derecho que está por encima de cualquier convención humana, la virtud caballeresca a la cual invitan los poemas de Homero: todo esto converge armónicamente en los cantos solónicos, dirigidos al pueblo que estaba destinado a ser recordado por siempre.
Llegados a este punto –manifestación desvergonzada de la admiración que siento por este hombre- debo plantear una hipótesis arriesgada: ¿Qué llevó a Solón a poetizar una teoría política conformada por tan disímiles fuentes? ¿Por qué tanta preocupación por la legalidad, la comunidad y el patriotismo? Quizá la respuesta más convincente sea el hecho de que el hombre griego, tanto el reseñado por Homero como el expuesto mucho más tarde por los tragediógrafos y comediógrafos, ha intentado vencer la hybris, la soberbia, el sentimiento maligno de estar por encima de los demás, de estar por fuera de los designios del destino, de ser controlador absoluto de su vida. En una de sus formulas, Solón nos dice: “la riqueza no tiene término. Koros, la saciedad genera la hybris”; estas palabras hacen eco a lo dicho por Teognis, otro poeta griego: “los que tienen hoy ambicionan para mañana el doble. La riqueza, khrémata, llega a ser en el hombre locura, aphrosyne”. Koros, hybris y pleonexia –la abundancia desmedida, la soberbia en las actuaciones, la necesidad de tener más que los demás- son las formas de la sinrazón según el hombre antiguo, sinrazón de la cual se reviste la aristocracia generando la opresión en la vida política, la desarmonía, la dysonomía en la polis.
En contraste con aquellas fuerzas destructivas está la sophrosyné, la templanza, la proporción, la justa medida, el justo término medio. “Nada en demasía” dice Platón pero porque Solón ya había inculcado la nueva sabiduría. Esta valoración de lo ponderado lleva a nuestro personaje a posicionar a las clases medias, los mesoi, como los gobernantes por excelencia: no ambicionan en desmedida como los ricos ni ansían con desesperación como los pobres. Este elemento “burgués” dentro de la filosofía política solónica es retomado más tarde por Aristóteles que a su vez influenció a los revolucionarios franceses y norteamericanos en sus luchas constitucionales. Deben gobernar los mesoi pero según las formas democráticas heredadas de la patria jónica: el pueblo es el que debe elegir quien debe gobernarlos. Pero a Solón le preocupaba bastante el hecho de que este poder otorgado al demos generara a su vez hybris: menester era reglamentar la democracia, juridificar el proceso de elección y subordinar el gobierno a la ley. La democracia, dice Solón, no es el gobierno de la masa sino de la diké y la themis, la ley universal y la ley política. Como vemos, la idea de un Estado de derecho en donde todos sus poderes están subordinados y son articulados de acuerdo a las leyes preexistentes proviene de este hombre, lamentablemente poco estudiado por los teóricos de la democracia.
Terminemos ya este ensayo que es, por lo demás, insuficiente para manifestar la importancia de este hombre. Pero digamos aún otra cosa que si faltara no tendría sentido mi escritillo: la política nació como respuesta a la necesidad del hombre por vivir según la acción y el lenguaje y no como la naturaleza se lo imponía. Polis y naturaleza se contraponen violentamente. Los hombres griegos comprendieron que aquello que los vinculaba con una fuerza indescriptible no era su condición de humanos, ni sus necesidades similares, ni sus temores compartidos: era la comunicación nacida de la capacidad del lenguaje lo que los unía tan fuertemente. Del logos nace la polis. Pero con Solón aquella ética comunicativa se convirtió en una ética de la colectividad; con él los integrantes de la comunidad política comienzan a pensar en la otredad, en ponerse en los zapatos del otro y comprender su drama particular. Lo esencial –según Solón- no es la facultad de dialogar sino de compenetrarse, de amalgamarse, de percibir el espíritu del otro. Considerar al otro: he aquí el sentido de la vida política.

Texto agregado el 14-08-2004, y leído por 618 visitantes. (0 votos)


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