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A sus dieciocho años Tiberio desconocía el estado mental de los japoneses que practicaban la ceremonia del Té, pues nada más los había visto en películas y documentales cuando aparecían en unos cuartos austeros, arrodillados sobre una estera y frente a una mesa de patas minúsculas donde se plantaba la jarra del té como obra de arte, cerca de unos cuencos de porcelana y ciertas cucharas alargadas de madera.

De hecho no comprendía todo el guateque aquel practicado en algún tiempo por los feroces samuráis, que igual aparecían quietos dirigiendo el pote de té a sus labios pétreos, que destripando rivales con sus filosas espadas katanas supeditadas al espíritu del Bushido.

Incluso recordaba reportajes viejos sobre los kamikazes nipones que estrellaban sus aviones en los barcos aliados luego de entrarle al té atándose un paliacate en la frente para subirse a las naves con las que se embarrarían como mosquitos.

Tiberio pensaba en eso mientras retiraba de la lumbre el té que por orden irrevocable de su abuela tomaría de ahí en adelante para aplacar su mal humor. Pero no le importó sentirse como un homo habilis cuando vació el líquido hirviente en una taza despostillada con el logotipo de las chivas, o al arrancar a la mala dos cubos de hielo del molde sacado con prisa del refrigerador, para dejarlos caer en el té que los hizo crujir.

“Ni modo”, se repitió al girar los hielos con una cuchara, viéndolos derretirse en cámara rápida antes de calar la temperatura del agua con el meñique y empinarse todo de golpe, para paladear lo menos posible el sabor amargo de las hierbas ignotas que su abuela le consiguiera en el tianguis.

Aquel té que se ingería sin azúcar siempre le dejaba un regusto acre, como si masticara semillas de limón; así que percibió el descenso de la pócima por el esófago y frunció el rostro limpiándose con el dorso de la diestra mientras exclamaba: “¡Puta madre, pinche chingadera!”

En ese justo instante apareció tras él su abuela, quien le recriminó después de persignarse al escuchar la leperada: “¡Muchacho canijo! ¿Cuándo vas a dejar de decir palabrotas?” De tal suerte que Tiberio se disculpó sobándose la frente mientras torcía la boca como hipotenusa: “Ya es la última abuela, es que se me escapó”.

“¡Jesús Bendito!”, exclamó la señora antes de retirarse con pasitos marcados por el avance del bastón, seguramente a rezarle a los santos que Tiberio recordaba recluidos en una mesa junto a la cama.

“¡Chingada madre!”, se recriminó Tiberio por su descuido al prever las represalias de su abuela cada que lo sorprendía con sus torpedades: le reducía la mesada y le aumentaba la lista de obligaciones asignadas por el abuelo hasta que se le pasaba el coraje.

Respiró profundo para apaciguarse y extrajo del pocillo las hierbas descoloridas que puso en un plato para que la abuela constatara que sí estaba cumpliendo. Luego se dirigió al fregadero y lavó de mala gana el recipiente y la taza.

Era sábado y no iba al Bachilleres, donde recursaba las materias del último año, que debía pasar si no quería convertirse en un empleado sin privilegios en una de las paleterías de su abuelo.

Secó sus manos crispando una toalla colgada junto a la ventana, y paró la oreja cuando sonó el timbre. Casi de inmediato vio la figura compacta de Juanita, “la muchacha” de la casa que se dirigía al zaguán para abrirle a doña Eulogia: la señora que preparaba la comida todos los días, y que las últimas semanas llevaba a su hija Teresa para que fuera al mercado por “la tragadera”.

Tiberio sintió un vuelco en la panza al distinguir la figura recatada de Teresa. Así que le dio un manazo preventivo a su “amigo” dormido bajo el cierre del pantalón, para que no se le ocurriera alebrestarse ante el avance de la ninfa, cuyo cuerpo parecía moldeado por un duende perverso para trastocar a los machos en celo.

Doña Eulogia llegó a la cocina. Abrió con familiaridad y saludó cordial a Tiberio, ya convertido en un tipo de lord inglés. Luego entró Teresa y le ganó la risa cuando miró la cara desconsolada del muchacho que evitaba en lo posible ver las curvas de la doncella un año menor que él.

La abuela apareció en el umbral saludando a “Eulogita” y a “Teresita”. Después avanzó rumbo a Tiberio, quien se apoderó del plato y mostró los restos revenidos del té con un aire de mártir.

La abuela escrutó las hierbas y le exigió a Tiberio que le enseñara los dientes, de modo que el nieto abrió la boca, todo abochornado, mientras Teresa contenía la risa sujetándose de la espalda de Eulogia, ocupada en atarse el mandil.

“Ya ves Tito, ¿qué te cuesta echarle ganas? La pura desidia, ¿no, m’hijo?” Expresó la abuela alzando el bastón admonitorio mientras dirigía la palma tibia al rostro regordete de Tiberio, quien recibió la caricia ya convertido en un hombre-jitomate, en tanto Eulogia se sacudía los hombros para desprenderse de Teresa: “A ver tú, traviesa, no te andes burlando de Tito… Anda, vete al mercado y me traes todo lo de la lista… Y que no te den los aguacates aguados… ¡Ah! Y los tomates te fijas que estén grandes y no como las chinguiñas que trajiste el otro día…”

Tiberio tuvo un arrebato de lucidez y le sonrió a la abuela, en tanto decía: “¿Le ayudo?” La señora frunció el ceño sin entender y Tiberio reiteró: “Que si le ayudo a Teresa con el mandado, al cabo el carro del abuelo lo puedo encerar de volada”.

Eulogia levantó las cejas con sorpresa y comentó: “Ya ve, Chabelita, y usted que decía que Tito era un pingo bien hecho”.

La abuela estrujó la carita, miró el rostro expectante de Teresa y después el semblante ávido de Tiberio, y dijo algo indescifrable antes de acceder: “Voy que…”

En unos minutos Tiberio le abría la puerta del zaguán a Teresa, preguntándole cómo le iba con sus clases de mecanografía. A su vez, la abuela observaba ya convertido en adulto al muchacho que criara desde chiquito, y murmuró algo que Eulogia no escuchó, más ocupada en rebanar una poderosa cebolla morada: “Canijos chamacos, qué se me hace…”

Texto agregado el 22-06-2013, y leído por 288 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
12-08-2013 No pude contener la carcajada, me ha hecho reír, ese Tiberio es un pingo bien hecho, jaja, considero no es tan necesario intentar meter con calzador referencias (sobre la cultura japonesa, en este caso) que si bien son amenas y le dan cierta robustez al relato, pueden producir cierta vaguedad, en mi opinión, por lo demás es una buena lectura. dromedario81
29-06-2013 Grato de leer.- rhcastro
23-06-2013 Muy bueno, gran ritmo de prosa. marfunebrero
22-06-2013 Otra pieza de gran valor narrativo. Supongo que es fácil cuando se ha encontrado una voz propia. torcer un gesto como hipotemusa, es de una originalidad y precisión envidiable. un abrazo. umbrio
22-06-2013 Que delicia amigo. No solo la propiedad al escribir -gracias, de allí aprendo- sino la cantidad de aristas que contiene tu texto; * Los japoneses y sus tradiciones. ** La taza de las chivas... ji ji ji, la mia es del Cruz Azul... "manque" pierda. *** El naciente deseo por las chicas del adolooescente Tiberio.... auuuu!!! Me gustó mucho hermano. Miles de aullidos a la hora del Té yar
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