Era el año 183 A.c. En el Reino de Bitinia, al Norte de Turquía, un hombre de guerra que había sido condenado al destierro, al ostracismo como dirían los griegos, hallábase a orillas del Ponto Euxino (Mar Negro) contemplando fascinado una deslumbrante puesta de sol. Habíase sentado sobre una piedra y el embeleso en el que se encontraba, viendo como el disco solar descendía en el horizonte proyectando sus rayos que daban al mar un color purpurino con lentejuelas de oro, habíale hecho olvidar por un momento que era acreedor al odio de sus implacables enemigos, los romanos, y también a la enemistad de sus compatriotas.
Había sido en sus mejores tiempos, uno de los más brillantes capitanes de la historia, gracias a su genio militar. Era así mismo, un profundo conocedor de los hombres. Como tal conocía el verdadero carácter de su protector: el Rey Prusias de Bitinia. Sabía que era un hombre desleal, de una naturaleza dual, y por lo tanto, nada confiable.
Su mente comenzaba entonces a viajar retrospectivamente en el tiempo, al momento en que Roma, el enemigo de su patria, le había impuesto humillantes condiciones de paz. Habíase comprometido a pagar durante 50 años un tributo anual de 200 talentos y a no declarar guerra alguna, siquiera defensiva, sin el consentimiento de Roma. Esa paz había colocado a su patria bajo la autoridad política y económica de Roma.
Ese hombre sentado sobre una piedra, con un sueño político extinguido, recordaba su derrota en donde se le diera su golpe de gracia. En su retrospección recordaba a su ciudad como un conjunto de mercaderes indefensos y a la cual no podía ofrecer poderío ni grandeza, había sin embargo asumido el poder promulgando acertadas reformas. Rememoraba ahora cómo la plutocracia mercantilista, cuyos privilegios él había suprimido, revelaba al senado romano que él conspiraba contra Roma. Él, en cambio, imbuído de un patriotismo del cual carecían sus oponentes, y para no complicar a su tierra, huía rumbo al Asia y buscaba refugio junto a Antíoco III que lo recibiría con todos los honores. En su ciudad, su fortuna confiscada y su casa arrasada. Cuando los Romanos hacían la guerra a Antíoco III, él le aconsejaba pactar una alianza con todos los estados que tenían motivo para temer a Roma. El plan excedía los proyectos de Antíoco y los cortesanos que le eran hostiles le aconsejaban al Rey, que no se dejara arrebatar la gloria por un extranjero. Fue por eso que solo le dio misiones subalternas. Y también por eso debió firmar una paz humillante con los romanos que le pidieron que entregaran a su persona, a la de ese mismo hombre que estaba sentado en una roca junto al mar.
Pero en ese eterno destierro, pudo ser protegido ahora por el Rey Prusias de Bitinia a quien él asesoró para vencer al Rey de Pérgamo. Conociendo la doblez de carácter del Rey Prusias, y siendo el refugiado un hombre precavido, había hecho construir pasadizos secretos para en caso de necesidad, huir. Disponía de un medio aún más infalible, un anillo que siempre llevaba consigo, cuyo engarce contenía un potente veneno. El desterrado regresaba a su casa, cubierto por estos tristes recuerdos que no le impedían ver a una partida de romanos que iban por él. Su huída por los pasadizos se hizo imposible y apeló a su veneno, diciendo: “Voy a liberar a los Romanos de su miedo ya que no quieren dejar a un hombre morir en paz”.
Quien había dicho esas palabras era Aníbal quien en vida había sido uno de los capitanes más brillantes de la historia.
Moraleja: Los hombres son soldados falibles y por lo tanto de ninguna manera se debe confiar ciegamente en ellos, como tampoco confiaba Aníbal que era profundo conocedor de la naturaleza humana.
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