Aquella noche, la lluvia mojaba sobre su rostro la suciedad del día, de ese día como todos los putos días: trágico, desesperante, escalofriante, aterrador. Su hermoso e imaginario sueño hacía más estúpida su miseria, esa puta miseria, que lo encadenaba: por barbudo, por no saber coser y tapar los malditos agujeros de su pantalón.
Trágica era su noche sin cuerpo ni corazón, solo rondaba- por los diarios, la radio y la tv- las ofertas del más noble, de la divinidad ¡Un dios! Aquel hombre lo desconocía por su ignorancia, por dedicar tanto tiempo a su supervivencia.
Sucio y maloliente, con el rostro triste y sin vida, se andaba preguntando si en realidad existía un dios. Empezó una búsqueda angustiada, pues él quería tener la misma suerte que ese dios derramaba sobre los hombres. Fue así que, en su paso, se encontró con una mujer muy déspota. En su cuello colgaba un raro collar de huairuros. Según ella, la protegía de personas envidiosas, quienes querían arruinar su negocio. Pues a Juan no le interesaba ese dios de los huairuros, él no tenía un puto negocio que proteger. Y siguió en su búsqueda.
Era la tarde y el estómago le exigía apresurarse, encontrar a ese dios que alimenta, pues si no el hambre se convertía en su más despiadado enemigo. Inválido de una pierna, se echó andar con la esperanza y el esfuerzo, gastó el último centavo para calmar a quien se convertiría en el más despreciable de sus enemigos.
En su camino, sobre un banco de una plaza, observó a un hombre que lloraba de alegría y cada vez repetía
-¡Gracias, dios!
Juan estiró los labios y mostró su amarillento diente, se acercó al hombre que le enseñaría el camino hacia ese dios del que todos hablaban.
-El dios que vos nombràs, ¿es el dios que echa suerte sobre los hombres?
Pues este hombre le empezó a contar el gran milagro que ese dios hizo en él. Le había devuelto a la vida, pues había sanado lo peor de sus heridas.
Y Juan le preguntó:
-¿Dónde podría encontrar a ese dios?
- ¡En la Biblia, hermano, en la Biblia!
Aquel hombre partió con la felicidad en su rostro, esa fue la imagen que Juan grabó en su memoria sobre aquel encuentro.
Otra noche llegó, fue la más fría de los inviernos. Juan estaba en lo más profundo de su sueño, un sueño que no registraba la tembladera de un cuerpo, ni los putos rostros que pasaban sobre él, esos rostros que miraban sin darse cuenta en qué andaban sus sueños. La mañana siguió fría como un puto freezer, Juan no continuó su búsqueda pues pensaba que solo necesitaría conseguir la Biblia y encontraría así el lugar en donde encontrar al dios. Hizo los mayores sacrificios, juntó algunas monedas y, con el rostro limpio, marchó a la compra de aquel mapa.
Pero otra vez el estómago, el maldito estómago lo volvió a amenazar, le pedía que se apresurara a encontrar a ese dios que alimenta pues, si no, el hambre se convertiría en su más despiadado enemigo.
Juan compró la Biblia. Quedó sorprendido, pues no tenía líneas de caminos que lo guiaran hacia dios. Millones de letras vio, no entendía cómo aquel otro tipo podía llegar a dios sin sendas que condujeran a él. Dejó la Biblia debajo de su cartón, debajo de su colchón. Aguantó la tarde sin probar un bocado. El estómago lo amenazaba e ideas de imágenes felices lo acorralaba. La noche volvió como todos sus días. Juan siguió su búsqueda. ¡Pero ese maldito estómago! Esta vez, llegó el desmayo.
Abrió los ojos y se asustó. Por unos días sintió que había encontrado el paraíso. Cada mañana venia un ángel a alimentarlo, volvía en la tarde y otra vez en la noche, hasta su enemigo estaba contento. Tan contento estaba, que trasformó el delgado cuerpo en un hermoso cuerpo. Ni el frío se sentía, ni los desentendidos pasaban. Más bien, él se alejaba de quienes, por años, lo habían acompañado. Un día, recostado sobre una cómoda cama, hacia él vino un hombre de traje azul. Llevaba una Biblia en la mano. Juan se sintió contento, pues por fin podría entender de qué se trataba la Biblia. Se rió mucho al saber que a dios no lo encontraría en el mundo en que él transitaba, si no en el mundo de los cielos. Pues él lo había estado buscando en vano por toda la ciudad.
Cada mañana y también cada noche resultaba distinta a aquellas horrorosas mañanas y noches.
Un día, otro hombre vino hacia él, con un guardapolvo blanco. Llevaba una carpeta en sus manos. Sonriente y amable, se dirigió a hacia Juan. Juan pensó que era otro guía en el camino de dios. Pero éste le dio el alta.
Angustiado y depresivo estaba, miraba a los cielos y gritaba,
-¡Dios mío, devuélveme hacia ese paraíso que a mí me encantaba!
Y el dios de los cielos no respondía. Ni siquiera se quejaba su amigo, el que un día lo había amenazado. Los días eran desesperantes, su rostro volvía a mostrarle que todo fue en vano. Su cuerpo volvía a mostrarle que no había paraíso ni dios que garantizara la felicidad a cada año. Y, otra vez, ese maldito estómago echándole en la cara lo estúpido que era ¡Cómo has podido perder ese paraíso, en qué has pecado para que tu dios te eche!
Juan, aturdido por sus amenazas, buscó callarlo con una caja de vino. Fue la noche más fría, ni el vino pudo abrigarlo. Ojalá ese maldito estómago lo volviera a desmayar, así podría volver a aquel paraíso de comida a horarios, de paredes calientes, de gente amable.
Entonces, dejó de embriagarlo al maldito estómago. Le explicó la forma de volver al paraíso. En sus ojos brillaba una lágrima de felicidad, el frío congelaba la idea de su “mundo feliz”. El corazón se paró, mientras los intestinos se enredaban. La noche fue tan silenciosa que ni un murmullo se escuchaba,
¡Alguien lo había traicionado! ¡Alguien lo mandó al paraíso del olvido! ¡Alguien se hizo el desentendido!
pedro astocasa
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