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Iba caminando, como todas las mañanas de julio, poco abrigado para el frio que se levantaba en la ciudad, las personas apuradas me pasaban por al lado a veces golpeándome con sus hombros o codos por la lentitud con la que me movía, no se podía esperar más de mí. Buscaba aquellas cosas que me hacían mal, me hacían bien, caminaba inciertamente, con mi mirada hacia abajo, para no ver las caras de la gente que iba a trabajar, caras de rutina. Yo había estado toda la noche despierto, caminando entre la niebla y las luces melancólicas que intentaban alumbrar las calles, nadie me había visto, nadie me podía ver ahora tampoco, y era mejor así, rogando no cruzarme con un rostro conocido, para no tener que hacer una sonrisa hipócrita y saludar.

El sol subía estaba llegando el mediodía, y yo todavía caminaba, comenzaba a levantarse olor a comida en la ciudad, recuerdo pasar por la fachada de un par de casas de conocidos, la neblina ya se había dispersado y no estaba tan fresco. Como de costumbre, la gente, las caras, rutina, volviendo a sus casas, era un miércoles como cualquier otro, un día como cualquier otro. ¿Para qué?
Ya había recorrido las mismas calles mil y un veces durante la noche, la mañana, nada me esperanzaba a encontrar algo nuevo. Pensaba en qué debería estar haciendo, ¿Caminando? Solo pasaba por esos espacios vacíos metafísicamente, de sensaciones, pero no de gente, pero no de gente…
Me dormí, no en una cama, como solía hacerlo yo, casi cualquier persona. Estaba en un banco de la plaza 9 de Julio, un horrible e incómodo pedazo de madera, sucio. No me molestaba descansar ahí, era algo diferente, el ya no tener un lugar caliente donde echarme me parecía tan irreal, pero sin embargo era lo más real que me había pasado. Me despertó un empleado municipal que estaba cortando el pasto, tenía la ropa húmeda. Fui a caminar, nuevamente, había pasado menos de un día y ya me parecía rutina, esa maldita rutina que siempre odié. Mientras pensaba qué hacía en una situación así, el sol caía, iba a ser otra noche larga, ya lo estaba notando, no sabía qué iba a hacer, no sabía dónde ir, dónde dormir.
No tenía hambre, pero encontré en mis bolsillos unas cuantas monedas, las conté y fui a un kiosco a comprar algo para comer, y mientras tanto el sol seguía cayendo, nada me preocupaba más, aunque siempre me gusto caminar sólo en las noches de invierno, nunca me había pasado lo que me pasaba ahora: no tener donde ir. No tenía amigos, familiares, no tenía nada, pero a la vez, tenía todo lo que siempre anhelé, soledad, nadie que me busque, nadie que me espere, nadie que se preocupe por mí, esa libertad desmesurada, esa entropía que viajaba en el aire y me hacía pensar sobre todo. Ya no sabía si estaba pasándola bien o mal, ya no sabía si todo lo que siempre busqué era lo que en realidad quería, o si lo que no me terminaba de convencer de la vida, era eso que me hacía permanecer de pie.

Texto agregado el 18-06-2013, y leído por 193 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-11-2013 La certidumbre de la incertidumbre. La simbología que representa el caminar es quizá más liberadora que la propia escritura. AiledZullZayhev
 
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