Pánfilo era tan flaco que casi nadaba en el uniforme de la secundaria. Le decían el ratoncito come-libros, pues siempre se la pasaba en la biblioteca. No le entraba a las correteadas, ni al burro entamalado, ni a las cascaritas.
En una de esas se le había pegado como mosca la pequeña Renata, la gordita hija del tortillero del pueblo, quien a todas horas se le acercaba para consultarlo: que si la biografía del Pípila, que si la raíz cuadrada de Pi, que si los misterios de Euclides.
Como era del diario, en una ocasión se le acercaron a Pánfilo tres grandulones subyugados por el Lado Obscuro de la Fuerza. Le pidieron para unas congeladas. Él hurgó en sus bolsillos y sólo halló unos pesos revueltos con pelusa y virutas de lápiz HB, lo que los otros rehusaron indignados.
De modo que se echaron para atrás tirándole manotazos mientras brincoteaban para alebrestarlo, a la vez que él los intentaba tranquilizar con promesas vanas de que al día siguiente les completaría la cuota, que aguantaran la vara.
En eso apareció Renata, su obeso ángel guardián transmutado en un jitomate colérico. Se arremangó el suéter y adoptó una postura que Pánfilo sólo había visto en las fotos del Santo, el enmascarado de plata.
Los otros lo dejaron en paz y se fueron contra la niña, atacados de la risa. El primero en tirar un fregadazo recibió un jalón que lo precipitó contra una barda descarapelada; otro se dobló ante una patada que ponía en riesgo la perpetuación de su especie. El tercero arrasó con una procesión pacífica de hormigas cargadas de artejos de chapulín.
Para ese momento los demás chiquillos hacían corro, gritando exacerbados. Llegó la directora para aplacar la bulla a bayoneta calada y se llevó a Renata de la oreja. Pánfilo la esperó a que cumpliera su condena ante el pizarrón, y al salir le invitó un chocolate. De ahí en adelante serían como uña y mugre.
Renata le presentó a su familia pasado un tiempo. Fue un día que se quedaron en casa de ella a realizar un trabajo de la escuela, luego de que un muchacho de anteojos infames y pelo apelmazado los abandonó porque se le hacía tarde y su mamá lo regañaba.
Pánfilo no tuvo inconveniente en quedarse a platicar con el papá de Renata en la noche. Mientras engullía unos cocoles con atole de avena, salió el tema de la pelea donde los niños se habían hecho amigos, y Pánfilo confesó su deseo de aprender a defenderse para que no lo siguieran tratando como tarugo. Por esa razón el papá de Renata se ofreció a enseñarle ciertos “trucos” que sabía.
Todas las tardes, con lluvia o granizo, con viento o calor, lunes o miércoles, Pánfilo fue desde entonces a la casa de Renata, hasta que un día descubrió una máscara policroma que evidenciaba una verdad irreductible. El bonachón tortillero de rostro oblongo siempre sudoroso era en verdad “El Tronco”: el luchador del cual Pánfilo incluso conservaba estampitas en un álbum sudado. El Tronco no tuvo más remedio que abrirse con Pánfilo al verse descubierto, exigiéndole guardar su secreto como si fuera un Misterio Pitagórico.
Así había sido como se había iniciado en el arte de las volteretas Pánfilo, más tarde el feroz “Último Ratón”. Con los años y las hormonas su cuerpo frágil se expandió como el del hombre verde Hulk. Ya para entonces tenía tres hijos con Renata.
Eso recordaba el Último Ratón ante sus hijos y nietos, con su ingente humanidad apenas contenida por la cama de un hospital, mientras un muchacho de cachetes mermados por la viruela lo interrumpía para darle su medicina.
El Último Ratón convalecía luego de una friega que le dieron “El Duende Agrio” y “Queso Rayado” sin ayuda de nadie, pues habían podido más las ganas que la precaución a pesar de que a sus años ya no estaba para andar en las maromas.
Como Pánfilo tenía su cuerpo más cuidado que el de un gigoló marroquí, ya encapuchado nadie podía descubrir su edad: sólo sus discípulos en la lona. Pero incluso sus rivales habían respetado sus canas, llevándosela de a pechito en los encuentros que el Último Ratón se obstinaba en tener.
De modo que Pánfilo se retiró al darse cuenta de eso. Pero era tanto su amor propio, que le había dolido que le tuvieran lástima. Y fue más la terquedad. Se las arregló para presentarse en una función como el debutante “Cangrejo Vengador”, con tenazas y todo, y así se enfrentó con el Duende y el Queso, que se fueron sobre él con furor místico.
Fueron cinco los jadeantes camilleros que llevaron de la arena hacia el hospital al Último Ratón, todo molido y con alguna costilla quebrada. Entre pujidos se abrieron paso en mitad de una convención de ancianas trastornadas por los zarpazos iracundos del Duende y el Queso. Le quitaron la máscara y hasta lo cansado se les pasó al ver el rostro hinchado de un viejito que les guiñaba un ojo.
Pánfilo hizo una finta a su nieto luego de recibir una inyección. Entrecerró los ojos y quiso retornar a sus recuerdos, pero lo venció un sueño sutil. Renata lo cubrió con su cobija, le dio un beso y despidió en silencio a su familia. Después tomó asiento junto a su esposo, fijos sus ojitos arrugados en las facciones que ahora cedían ante el avance de una sonrisa, pues en su mente el Último Ratón volvía al cuadrilátero.
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