Sus dedos sonrojados y regordetes aferraron la trompeta. Sin poder disimular los temblores se acercó la boquilla y al soplar, un horrible ruido desafinado procedente de varios instrumentos ascendió por las paredes cubiertas de terciopelo rojo. Aquel comienzo tan desafortunado le llegó incluso a sorprender, y mientras languidecía una nota, lanzó una mirada de extrañeza a sus viejos camaradas. Todos ellos recordaban mejores épocas, los desfiles en la Plaza Roja, las reuniones del Partido, las bienvenidas de los grandes cosmonautas. Él incluso recordaba el día que vio a Gagarin. De pequeño siempre correteaba por las instalaciones de Baikonur y aquella imagen del héroe de camino a la leyenda le impactó, aunque cuando le encontrara, el mítico cosmonauta estuviera vomitando las ostras, el caviar, el buey y las dos botellas de vodka de la cena.
El flash de un fotógrafo le devolvió al salón de actos de Baikonur. La charanga iba tropezando por las notas del himno ruso sin que tampoco nadie reparara en el estruendo, pero él sí que percibió la sonrisa de aquel hombre, de aquella broma enfundada en un traje de astronauta, en su sonrisa que resultaba más brillante incluso que el metal de su propia trompeta. Aquel hombre no conocía el auténtico significado del himno, aquel hombre era un intruso, la nota más discordante en medio de aquella algarabía. También es cierto que la letra del himno ya no era la que entonaron durante los lanzamientos soviéticos, pero la melodía, aquella melodía era la misma, la música que insufló valor en los corazones de todos los rusos durante el más gélido de los inviernos de la guerra fría, durante el acoso y los sucios engaños de los yanquis, de los capitalistas que habían conseguido hacer naufragar su bello sueño. Una música que rememoraba las hoces, los martillos, los fuertes brazos de la clase obrera abriéndose paso. Entonces, fue entonces cuando una banderita con barras y estrellas heló un soplido, congeló la nota en sus labios casi insensibles por el frío, el vodka y tantos años con la trompeta. El público hacía ondear unas banderitas de Estados Unidos totalmente fuera de lugar dado que aunque el rico de turno residiera en California, era originario de algún pequeño país centroeuropeo. Y aquel tipo sonreía luciendo una sonrisa perfecta, los focos relucían en una calva con injertos de pelo no tan perfectos y sus ojos sólo alcanzaron de ver de refilón cómo aquel trompetista se lanzaba sobre él poco antes de que una perfecta oscuridad le acogiera con un trozo de latón atravesándole el cráneo.
Sus dedos sonrojados y regordetes aferraron la cuchara. Sin poder disimular los temblores se acercó la sopa a la boca y pensó que al menos el resto de su vida comería caliente en la cárcel. Fue entonces cuando se sintió afortunado por estar en una de esas cárceles de la democracia. |