Para Mamá.
Llegó al edificio a las siete de la mañana, como todos los días, cruzando una ciudad que se despertaba lentamente. Recogió los diarios y subió los seis pisos por la escalera, por temor a que cualquier desperfecto en el ascensor lo demorara.
Una sola vez había llegado tarde en los últimos veinte años, fue el día en que su madre tuvo el ataque, cuando finalmente aceptó que debía internarla. Desde entonces la visitaba todos los fines de semana, se sentaba a su lado y soportaba, durante las 3 horas que duraba la visita, la mirada inquisidora que lo había intimidado desde la infancia. Después del ataque ella no volvió a hablar, pero no era necesario, él había aprendido desde pequeño a captar los sutiles cambios de ánimo, el fastidio que expresaba con la intensidad de su respiración, las palabras hirientes que escondían sus labios apretados, el desprecio en sus ojos cuando lo traspasaban volviéndolo invisible.
Abrumado por estos pensamientos, llegó exhausto al sexto piso, puso su tarjeta en la cerradura electrónica y se dirigió al tablero para encender la luz de las oficinas. Dejó los diarios sobre el escritorio del gerente general, ordenó algunos papeles y preparó el café. A las siete y media llegó el gerente y comenzó la rutina.
La inalterable rutina era su única fuente de seguridad, su protección frente al caos que lo desafiaba permanentemente. Cualquier decisión, por pequeña que fuera, lo enfrentaba a sus miedos, al horror a equivocarse, a no estar a la altura de lo que se esperaba de él. Por eso disfrutaba su trabajo como auxiliar de Contraloría, porque reunía la tranquilizadora monotonía del control con su obsesión hereditaria por descubrir los errores ajenos. Las conclusiones de sus análisis eran sólidas y más de una vez le costaron el puesto a uno que otro jefe de departamento.
Así fue como le asignaron este caso, fue el gerente general en persona quien le entregó los antecedentes, pidiéndole que mantuviera la más absoluta reserva mientras realizaba la investigación. Era la primera vez que alguien confiaba en su capacidad y él no lo iba a defraudar. Se dedicó a la tarea obsesivamente y así, poco a poco, fue alterando sus rutinas. Se quedaba trabajando hasta la medianoche y muchos fines de semana tuvo que decidir entre ir a la oficina o visitar a su madre en el asilo. Al dejar de verla, casi dejó de pensar en ella, hasta que un día recibió la llamada del médico avisándole que su madre había muerto durante la noche. No sintió pena, solo una sensación de vacío. Hizo los trámites necesarios, realizó el sepelio y volvió a su trabajo.
Poco tiempo después, concluyó la investigación y entregó su informe al gerente general. El resultado no se hizo esperar, varios jefes de departamento fueron despedidos y se les inició una demanda por estafa a la Compañía. El gerente general lo felicitó personalmente. Por primera vez en su vida lloró de emoción al sentirse valorado.
El domingo siguiente fue al cementerio, compró un ramo de claveles y se sentó largo rato frente a la tumba de su madre. Al despedirse, dejó sobre la lápida su nueva tarjeta: “Segundo Carvajal – Jefe de Contraloría”.
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