La primera vez que me morí, mi esposa se enfadó muchísimo, no me quedó más remedio que arreglar la situación con "la cenita romántica" y "algún detallito rebuscado" (labor sumamente aburrida y tediosa) de esa forma compensatoria le cerraría la boca y eliminaría su argumento de que soy un insensible (ojo, ahora estoy muerto) y anti-romántico, además (y sobretodo) finalmente se sacaría el clavo de ir a cenar a ese lujoso restaurant mediterráneo que a ella tanta fascinación le da.
A pesar de ser un elemento ingrávido tuve que tomarme la molestia de ser un cadáver con iniciativa y suprimiendo mi dignidad resucité para cumplir su inoportuno capricho pero esta vez convencido que mi inmediata segunda muerte sería permanente. Desde entonces divago inexpresivo en el éter, exento de cargas maritales; mientras ella maldice nuestro "sagrado compromiso" lanzando toda clase de injurias e improperios sobre mi nicho en cada visita al Campo Santo.