Martha no podía evitar que le gustara Mariano. Había algo extraño en su porte altivo, digno, casi inconmovible, propio de los habitantes del rudo altiplano, que le atraía sobremanera. Su rostro le recordaba a los antiguos caciques aymaras que se opusieron bravamente al avasallamiento hispano. En cambio, ella era una mujer de Santa Cruz de la Sierra, de sentimientos y sensibilidad casi amazónica. Y lo que más le impresionaba del muchacho eran sus ojos: negros, hundidos en profundas cuencas, rodeados de ojeras muy marcadas, como si todos los baldones e insomnios de injusticias y hambres de siglos le hubieran dado su heredad. Y él en verdad parecía llevar consigo ese lastre en el espíritu. Su mutismo era igual que su aguda inteligencia y su porfiado empeño. Por más que ella hacía lo imposible por llamar su atención, él permanecía impasible a los acercamientos, a veces ingenuos, que Martha intentaba. Aunque en el fondo, a Mariano le halagaba que una muchacha como Martha, inteligente y a su manera hermosa, se interesara en él; mas no debía dejarse caer en la ensoñación del amor. Martha intuía que algo poderoso evitaba que Mariano le correspondiera.
Los dos asistían a la universidad de la Paz. Él, porque le resultaba económica. Ella, porque le encantaba esa ciudad de tabiques anaranjados.
Mariano, por el contrario, no gustaba mucho de La Paz. Se sentía solo entre la multitud. Le entristecía el escaso horizonte limitado por los edificios, tenía la impresión de estar preso en el laberinto de calles y desniveles de la ciudad. Extrañaba el ilimitado océano de la pampa donde la vista se iba y la mente se encandilaba en sueños, donde los cerros parecen grandes barcos de roca navegando en el espejismo. Allá, en el inmenso llano era feliz y todos eran iguales; acá, era tratado casi con desprecio por los criollos, y en la escuela podía sentir el rechazo de sus condiscípulos. Sólo el viejo padre Illimani, refulgente en la tardes, le apaciguaba su espíritu.
Para Martha era interesante vivir en la ciudad. Se le figuraba que, pese a todo, La Paz era como el resto de las capitales del mundo: gran urbe, crisol de los contrastes económicos y culturales de Bolivia, país encontrado entre la invasora modernidad y el mundo prehispánico que vive aún a flor de piel en el alma boliviana. Le fascinaba el bullicio de las plazas siempre llenas de extranjeros curiosos, los mercados de hermosas artesanías, los músicos con sus melodías centenarias, las vendedoras de mate y hojas de coca, las casas de cambios ambulantes. Sólo había algo que le disgustaba: los lustrabotas enmascarados. Y pululaban en La Paz.
Se pueden ver a todas horas, en grupos de tres o cuatro, ganándose el sustento diario. Pero no son vagos ni asaltantes, son estudiantes que así obtienen dinero para pagar sus escolaridades. Y esconden sus rostros bajo unos pasamontañas, avergonzados de su labor honesta, cuando los que deberían sentir vergüenza tendrían que ser el resto de la sociedad que obliga a unos niños y muchachos a trabajar de esa manera y hacerlos sentir así.
Un sábado que Martha servía de guía a unos amigos extranjeros, caminando por la plaza San Francisco, vio con disgusto a un grupo de lustrabotas que se acercaba por la misma acera. Dos de ellos bromeaban y se daban de empellones y sopapos, riendo estrepitosamente. El tercero, que parecía distraído, se refrenaba y no participaba de los bruscos juegos de sus compañeros. Al cruzarse, uno de los amigos extranjeros, por curiosidad, pidió que le lustraran el calzado. Martha intentó disuadirlo, pero ya los muchachos comenzaban su labor. Entonces su mirada se fijo en el tercer lustrabotas, que recargado en la pared parecía nervioso y trataba de pasar desapercibido. Este trató de esquivar, avergonzado, esos hermosos ojos que le escrutaban, pero ya era tarde. Martha, con asombro y tristeza, supo que aquellos eran los ojos negros de Mariano, con sus hondas cuencas y sus marcadas ojeras.
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