“...Un samurái tenía en su casa un ratón del que no llegaba a desembarazarse. Entonces adquirió un magnifico gato, robusto y valiente. Pero el ratón, más rápido, se burlaba de él. Entonces el samurái tomó otro gato, malicioso y astuto. Pero el ratón desconfió de él y no daba señales de vida más que cuando éste dormía. Un monje Zen del templo vecino prestó entonces al samurái su gato: este tenía un aspecto mediocre, dormía todo el tiempo, indiferente a lo que le rodeaba. El samurái encogió los hombros, pero el monje insistió para que lo dejara en su casa. El gato se pasa el día durmiendo, y muy pronto, el ratón se envalentonó de nuevo: pasaba y volvía a pasar por delante del gato, visiblemente indiferente...”1 Pero un día, súbitamente, de un solo zarpazo, el gato lo atrapó... en ese preciso instante el samurái abrió los ojos, tardó unos segundos en poder despertar. Sintió que todo su cuerpo le era ajeno e intentó incorporarse sobre sus dos pies pero no lo lograba e instintivamente alzó los ojos, de tal suerte que veía su imagen sobre el viejo espejo y se vio entonces en el cuerpo del ratón, nuevamente fue movido por un impulso y de un brinco se sostuvo sobre sobre esas extrañas patas, se echo andar por toda la casa musitando sus contrariedades.
Y sí así, el gran Vishu Buda jugaba con su destino ¿Quién ocupaba su cuerpo de samurái? ¿Cómo podría bajo su nueva condición alimentar su espiritualidad? Se negó completamente a esa realidad absurda, se dispuso con todas la fortaleza que le había acompañado a lo largo de su vida, a abrir realmente los ojos, seguramente y sin lugar a dudas, seguía dormido. Trató de abrir los ojos, sin ser conciente, que los tenía abiertos, una y otra, y otra, y otra vez pero todo esfuerzo le fue envano; pasó una hora, pasó un día, soles y lunas iban y venían, todo esfuerzo era envano. Seguramente hubiera hecho de ese intento una forma interminable de vida si no hubiera sido porque cierto día, se percató del gato, aunque el gato seguía visiblemente indiferente. Y sintió un hambre descomunal, seguramente entonces, no habrían pasado ni tantos soles, ni tantas lunas, de otra forma no podría seguir vivo.
El siguiente pensamiento que vino a su mente, fue que moriría de hambre ya que conociendo las costumbres del samurái, no habría nada al alcance de un ratón y otra vez lamentó su suerte. Pensó entonces que quería morir a la orilla del lago Yangzé, que se encontraba a unos pasos de su casa, salió a toda prisa. Al llegar, encontró a su cuerpo de samurái sentado a la orilla del lago con los ojos cerrados, lo vio del modo más espiritual que jamás se hubiera visto a si mismo, entidió de subito que aquél ratón era un ser, que no tenía menos derecho que él a la existencia, que no había logrado más allá de lo que merecía y en ese pequeño cuerpo alcanzó el nirvana por el que había trabajado toda su vida. En ese instante de armonía total, otra vez, el institnto lo hizo voltear y en la claridad del agua pudo por fin estar en su cuerpo.
Dio gracias a los gatos, dio gracias al monje Zen, dio gracias a Vishu Buda y sobre todo dio gracias al pequeño ratón, bajo la sublime comprensión que no fueron sus ojos sino su mirada la que había estado cerrada.
1. Basado en uno de los cuentos de Taisen Deshimaru. Del libro “La práctica del zen” en Ediciones Kairos. |