Transcurría el mes de Abril y un frío polar desafiaba el comienzo de la primavera. Una neblina tenue, el cielo encapotado y ráfagas de viento helado que congelaban el aliento, no opacaban sin embargo el exaltado ánimo de Helena, que se sentía feliz después de mucho tiempo, disfrutando de su primer viaje a Europa .
Ya había recorrido Madrid, Burdeos, París, y ahora el tour se dirigía al norte de Italia cruzando los Alpes.
Helena trataba de absorber al máximo las imágenes, los olores, los sabores y la historia de ese viejo mundo, tan novedoso para ella por lo desconocido y fascinante. Estaba tan conmovida que por la noche sus sueños reproducían los lugares visitados .
Había salido por la mañana de París rumbo a Italia, y en el trayecto el micro se detuvo en Ginebra, Suiza, por dos horas para almorzar, estirar un poco las piernas y comprar souvenirs.
Ya en Suiza, el micro estacionó junto al Lago Leman, frente a la Plaza de los Ingleses y al reloj de flores. Luego de bajar, el grupo fue conducido por el guía casi inmediatamente a una famosa relojería del lugar. Helena , impactada por el lago, se separó del grupo y decidió caminar sola por la rambla a pesar de la neblina y la llovizna. Mientras disfrutaba de la vista pensó en visitar la sede central de la Cruz Roja Internacional y de Naciones Unidas, para verlas aunque sea desde afuera en caso de que no estuvieran muy alejadas . Le parecía increíble estar allí. Comenzó a bordear la bahía, siguiendo la semicircular rambla del lago, impresionada por el imponente chorro de agua que se eleva en su centro, los cisnes blancos y negros que sin inmutarse lo recorren solos o en grupo, y las pequeñas embarcaciones que entran y salen. La llovizna y la neblina no la perturbaban en absoluto, salvo porque desdibujaban en parte la salida del embarcadero y no dejaban ver la inmensidad del lago que se perdía entre los cerros luego de bordear la ciudad. Decidió entonces comer un bocadillo con una gaseosa en uno de los puestos de la rambla. Estuvo un buen rato para hacerse entender en su precario inglés, ya que no sabía una palabra de francés, pero finalmente logró que le prepararan un sandwich. No tuvo el mismo éxito en averiguar la ubicación de las sedes de la Cruz Roja y la ONU, por lo que decidió seguir caminando un poco más por la rambla. Se cruzó con una pareja de suizos con quienes intentó comunicarse, y si bien amables y sonrientes, se encogieron de hombros al escucharla y siguieron caminando tan glaciales e indiferentes como el clima.
Miró el reloj y pensó en el grupo. Solo le quedaban 20 minutos. Debían estar comprando relojes y chocolates en la tienda de souvenirs, que también tenía restaurant, bien abrigaditos y sin mojarse , seguramente ya habrían también almorzado y estarían esperando la hora para volver a subir al micro para continuar rumbo a Italia. El micro aún estaba estacionado en la plaza de los Ingleses frente al reloj de flores, el lugar de encuentro pactado, a escasas 3 cuadras de Helena. Podía verlo desde el borde del lago. "Todavía tengo tiempo", pensó.
Unos metros adelante, en la punta de la rambla, junto a las luminarias de entrada a la bahía, estaba parado un hombre mayor con un sobretodo negro y un bastón, de espaldas . Llevaba en el otro brazo colgando un paraguas cerrado, extrañamente sin abrir, imperturbable bajo la llovizna y rodeado tenuemente por la niebla. Se acercó a él y vió su perfil. Era calvo, unos ojos celestes acuosos fijos en algún punto distante, pensativo. Tendría unos 70 años.
Helena hizo un último intento de averiguar la dirección de las tan ansiadas sedes, y en un dislocado inglés le preguntó si quedaban cerca.
Con una voz tímida, frágil y temblorosa, el hombre le contestó sin mirarla en un perfecto argentino: - Las sedes de la Cruz Roja y la ONU están ubicadas en las afueras de Ginebra. Para llegar debe tomar un ómnibus o un taxi, y dirigirse por aquella carretera en forma recta, unos 20 minutos-
Helena, sorprendida, le preguntó si era argentino a lo cual éll respondió:
- Nací en Buenos Aires, viví allí casi toda mi vida, pero hace un tiempo que estoy en Ginebra, siempre me gustó este lugar. Conocí esta ciudad de adolescente acompañando a mi padre para un tratamiento médico, y me enamoré de inmediato. Volví en varias oportunidades y , aunque he viajado mucho, finalmente decidí quedarme aquí. Admiro la pulcritud y disciplina de sus habitantes . Me fascina recorrer sus calles viejas tan bien conservadas, pasear por la orilla de este lago, ver los cisnes ir y venir, los barcos entrar y salir de la bahía, y la potencia del chorro de agua con su arco iris cuando le da el sol . Además, si mira Ud. el horizonte hay un punto desde el cual se ven todos los puntos. Puedo decir que en Ginebra me siento misteriosamente feliz. Y de vez en cuando me cruzo con una simpática y apurada turista argentina como Ud., aunque casi nunca hablamos - agregó esbozando una sonrisa a medias sin desviar la vista del lago en ningún momento.
Helena un tanto preocupada dió un vistazo al micro, ya habían subido todos, el vehículo estaba en marcha y el guía, nervioso, miraba para todos los lados con la lista de pasajeros en la mano.
- Parece que no voy a poder ver ni la entrada de las sedes, ya nos vamos, qué pena. Además me hubiera gustado seguir charlando con Ud., pero quizás en otra oportunidad, eh?. A qué se dedica, si no es indiscreción?-
- Solía ser escritor - respondió él en voz casi inaudible.
- Bueno,yo me llamo Helena, y ha sido un gusto haber charlado con Ud., pero lamentablemente tengo que irme. Seguimos hacia Italia. Adiós- dijo ella mientras caminaba a paso rápido hacia el micro girando apenas la cabeza mientras le hablaba.
- Igualmente un gusto señorita. Buen viaje. Si
vuelve por acá y quiere ubicarme pregunte por Plain Palais. Yo me alojo allí . Me llamo Jorge Luis . - alcanzó a escucharlo decir mientras casi corría hacia el micro, tras lo cual Helena se paró de golpe y giró nuevamente hacia el lago en busca del hombre del bastón que ya no estaba. |