Era esa maravillosa hora del día en la que el astro rey se pone en el horizonte. El calor pasaba en esas latitudes de sofocante a sumamente agradable y placentero. Desde niño, me encantaba la luz del atardecer en la que todo parece en armonía y en paz, era la que elegía para pintar... hasta que cumplí los 29 y me salieron los colmillos. A partir de entonces no tuve tiempo más que para controlar las diferencias horarias que me marcaban las conexiones con Londres, Tokio o Nueva York. Ese día, con 58 años, desde la hamaca de uno de mis hoteles en Martinica, pensaba en Mr Reichert, ese cabezota retorcido y duro de roer. A pesar de tratarse de un perro viejo que raramente daba el brazo a torcer, sabía que acabaría vendiendo y que el negocio se cerraría pronto. Después de la teleconferencia me había quedado con buenas vibraciones y nadie podía negar que mi olfato era infalible.
—¡Eh chico, deja eso! ¡Chico!— Los gritos de uno de los miembros del personal de seguridad me devolvieron al mundo real. De hecho, me hicieron recordar donde estaba. El sol se había puesto delante de mis narices y apenas me había dado cuenta. Hacía más de 20 años que no disfrutaba de un atardecer.
—¡Chico, eh, no quiero volver a verte por aquí! ¡Ladronzuelo!— Continuaba gritando aquel tipo sudoroso con uniforme azul. Tendría que hablar con el director del hotel para que se reuniera con el jefe de seguridad. Aquello era un resort de lujo, no una verdulería. El niño no debería de haber entrado en el complejo, y mucho menos andar subiéndose a los árboles como un mono para robar unos miserables cocos.
Al día siguiente, iría a recibir a los holandeses personalmente. Nunca lo hacía, mandaba al chófer al aeropuerto y me reunía con ellos en el hotel. Me gustaba mantener las distancias y odiaba la posibilidad de aparentar debilidad ó desconfianza. No obstante, la adquisición de ese cayo era de vital importancia para la cadena, una de mis empresas más rentables. Justo lo que necesitaba para dominar el mayor porcentaje de la actividad turística en las Pequeñas Antillas. Nos caracterizábamos por poseer resorts de lujo en las mejores playas del mundo. Tendría que relajarme para estar despejado al día siguiente y sabía exactamente que era lo que necesitaba. Camille, era una belleza café con leche de pechos altos y firmes con un culo que me volvía loco. Sus carnosos labios eran mi chocolatina y cuando me susurraba aquellas sugerentes palabras viajaba de regreso a le Sorbonne, “Embrasse-moi, s’il te plait” a Les Champs- Elysées, a mis lienzos y pinceles, “Je tt’aime”, a las tardes en el Café de les duex magots en Saint Germain, de tertulia como lo hicieran en ese mismo lugar Sartre, Hemingway, Picasso ó Giraudoux. A la plaza de St-Germain-des-Prés “Je suis chaude” y a las puestas de sol sobre el Sena, que me encantaba inmortalizar en amarillos, naranjas y pinceladas violeta “Sans toi je ne peux pasvivre” para regalar a Juliette, de infinitas piernas, a Charlotte con sus pezones de caramelo o a Dominique, ¡Oh Dominique! Entonces, tras alcanzar el clímax, mis lienzos volvían a ser gráficos de valores y los pinceles portátiles de última generación. Al llegar a mi suite, en lugar de encontrarme a la diosa local de mis deseos aderezada con la exquisita lencería francesa que le hacía traer de Paris, presencié la cotidiana y vulgar escena de una mujer envuelta en un batín, de fina seda, eso sí, regañando al mocoso de poco más de 6 años que había visto correr cargado de cocos hacía unos minutos.
—Excusez-moi mon amour, este niño es incorregible. Lo lamento de veras— Se disculpó mi caramelo de toffe.
—No te disculpes mamá. Sé que no debería de estar aquí pero estos cocos son míos, el abuelo me lo dijo, ¡Pregúntale, pregúntale al grand-père! Además me han llamado ladrón! ¡Me han llamado ladrón!— Lloraba el niño desconsolado mientras un río de mocos parecía llenar la estancia. No podía aguantarlo más. Le acerqué un pañuelo a la que hasta entonces encendía mis deseos, le metí unos billetes en el bolso y los invité a ambos a salir.
—Alain, mon fils— Se lamentaba el dulce de leche –Mira lo que has consegido—
Mi capricho de viajar a Saint-Denis en brazos de Camille, se vio sustituido por el de un filet mignon regado con un buen vino. Tras haber tomado una ducha, salí decidido a cumplir mi deseo, satisfecho el cual, me dirigí al bar para disfrutar de un buen whisky de malta. Ningún miembro del personal conocía mi identidad salvo Adrien, el director del hotel, lo que me permitía observar desde la posición de un cliente más. Siempre me gustó llevar el control.
Esa noche, tras un vaso de whisky, escuchaba la historia del Cayo de los cocos de boca del camarero mientras “Lady mermelade”, de Pink viajaba desde los altavoces hasta llegar a mis oidos, donde por algún extraño truco de la memoria se transformaba en el clásico “Mouline Rouge” “Voulez vous coucher avec moi ce soir
Voulez vous coucher avec moi” y volvía a estar en Saint Germain, esta vez en el Café de Flore, entre los brazos de Charlotte, “Je t’aime et je ne pourrai jamais”, las piernas de Juliette, pensando en Dominique... ¡Oh Dominique!
—Lo que oye señor— Decía Etienne tratando de entretener a aquel cliente solitario que se había atrincherado en el bar del lobby— Tanto esta franja de costa como el cayo que se encuentra allá enfrente, deberían de pertenecer a una familia local cuyo miembro más anciano se negó a vender y quería mantener los terrenos vírgenes. Esto ocurrió hace unos 25 años y ya ve lo que son los negocios, un día se presentó un holandés seguido de un ciento de abogados y no me diga cómo, el anciano se quedó sin terrenos y sin dinero.
—¿De veras poseía esos terrenos?— Pregunté cauto y con sincera curiosidad.
—¡Oh! Por supuesto, se trata de una historia conocida por todos en Martinica. Esas tierras pasaban en su familia de generación en generación. En 1848, coincidiendo con la abolición de la exclavitud en la isla Alain Lefevre, un gran terrateniente que se había enamorado y tenido descendencia con una esclava, regaló los terrenos a esta antes de irse a Marsella con su familia legal.— Explicó Etienne.
—Bueno, gracias por la charla, amigo. Ahora debo retirarme.— Me despedí.
Al día siguiente salí hacia el aeropuerto tranquilo y relajado. Sin presiones. Hablé con Mr Reichert y sus abogados en la misma cafetería de la terminal y puse una suma sobre la mesa. A su ejército legal se les hizo la boca agua y el holandés, únicamente sonrió y me preguntó los motivos. Exliqué que sólo quería terminar con aquello rápidamente y allí mismo, sin tener que discutir horas o días sobre los términos económicos de la operación. Así fue como en la terminal nº 3 del Aeropuerto Internacional de Aimé Césaire compré el Cayo de los Cocos.
A continuación, pensé en pedirle al chófer dirigirnos a una próxima reunión, esta más trascendente e importante que la anterior, lo que me causaría cierta inquietud. Llegaría a la casa criolla de bellos colores pastel y me encontraría con Alain jugando en el jardín trasero. Tras disculparme con el chico por la situación del día anterior, le explicaría que venía a devolverle sus cocos y que necesitaba hablar con su abuelo. Alain, muy serio y mirándome directamente a los ojos aceptaría mis disculpas e iría a avisar a su grand-père, que aceptaría la escritura de las tierras que nunca le habrían debido dejar de pertenecer con sorpresa, agradecimiento y pura alegría. A continuación me dispondría a volver a mi suite para hacer el equipaje pero tras pensarlo mejor, pondría rumbo al aeropuerto de nuevo. Tendría el pasaporte en el bolsillo y sabría donde encontrar lo único que necesitaba. Por muchos años que hubieran pasado, estaba seguro de que Gabrielle de la Fontaine, en la Avenue Montaigne aún teníaa los mejores pinceles y pinturas acrílicas de Paris.
Pero sólo lo pensé. Quizá si Pink sonara en la radio en ese preciso momento y activara de nuevo mis recuerdos ... pero no era así y mis colmillos estaban más afilados que nunca. Alain hizo que me diera cuenta de que había construido un imperio robando cocos, pero seguiría siendo un ladrón que una vez pintó atardeceres violeta.
La Maga
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