¿Duermo o estoy despierto?...No lo sé. Abro los ojos desmesuradamente y no veo nada. La oscuridad es total y yo estoy con ella; no…, en ella; no…, contra ella; porque la oscuridad siempre me ha dado mucho miedo. No miento ni un tantito al afirmar lo anterior. Me cago de miedo cuando debo enfrentarla. Es un sentimiento irracional que me inmoviliza y no me permite, absolutamente, coordinar mis ideas, dar alguna respuesta. Es un mal terrible que penetra los poros de mi piel, mi carne, mis huesos. No hay momento de reposo si de enfrentarse a la oscuridad se trata, como ahora.
Luchar contra la oscuridad es un mal negocio. No es posible pelear contra la negrura total, que está ahí, pero que de alguna manera no está porque no la puedo tocar. ¿Podría decir que me enfrento a un ser invisible?...Tal vez. Lo importante ahora es tener la fuerza y voluntad necesarias para perseverar en la entereza.
Mientras permanezco paralizado en medio de estas tinieblas perfectas, recuerdo un viejo patio de vecindad, lóbrego, tenebroso, oscuro como algunas conciencias, habitado por la noche, por una negrura impenetrable. Tengo entonces diez años. Tanteo algunos pasos más por fuerza que por ganas y tiemblo ante el manto negrísimo que me envuelve. Quiero llorar y las lágrimas no se me dan.
La oscuridad me mira; estoy seguro que me mira, que podría hablarme si ella quisiera. Aunque no sé si su voz (lobo famélico, hambriento, feroz) pueda matarme. Esta negrura, es un pozo profundo que me asfixia sin remedio.
Hay en este encuentro (¿final?) un largo camino de pequeños encuentros, de rebeldía y lucha constante, de trompicones y caídas, de una fe que quiero creer inquebrantable para no quedar tendido definitivamente ante lo oscuro.
En algún sitio, una escalera de caracol aguarda mi llegada, una escalera solitaria quizá infinita, que registrará la ascensión de mis pasos hasta la noche también infinita; una escalera metálica que resonará mientras subo lentamente por ella, peldaño a peldaño, tal vez hacia el infierno pletórico de tinieblas (¿ascender hacia al infierno?...¿es posible?).
Una voz que es casi un gemido, susurra:
“Estás sólo. E indefenso”.
Angustiado, me defiendo:
“No es así. Mi miedo está conmigo, siempre me acompaña”.
La oscuridad perfecta calla, pero presiento que se burla de mí, de mi soledad y del miedo que me sigue como un perro fiel.
“No sufras. Este no es nuestro último encuentro, aquél en el llegaré hasta ti con mi rostro más terrible; cuando me tengas todo el tiempo para ti.”
Sus palabras no me consuelan; sólo me muestran lo endeble, lo débil que soy a pesar de mis años, la fragilidad que envuelve la corteza de mi cuerpo.
“No me importa cuándo llegues…”, quisiera decir; pero sí me importa. Y el nombre de una mujer querida se filtra imperceptiblemente en mi cerebro: Mariana…carne morena y tibia…llama que me consume.
No sé si pensarla es un conjuro. Escucho su voz de tono dulce, que me llama: “¡Manuel!¡Manuel!...”
Me siento liberado. Me levanto una vez más. Amanece.
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