Con la mirada cóncava enterrada bajo el suelo, su vida se enhebraba en cada uno de los pasos. Atrás, un simulacro de horizonte despuntaba al amanecer en infinitos rasgos coloridos, mientras los días se sucedían agazapados en una piel amorfa, sin rasgos certeros de la infancia, estática y temerosa, perpetuada en diáfanos lamentos. Y como un esqueleto que pendía de su carne me interné en los trazos del bosquejo, donde lo abrupto se enfrentaba ante mis ojos, resignados y furiosos, de no ser. Todo yacía quieto, impregnado de esa nostalgia que latía en la decrepitud, bajo una silueta de mil sueños delineada por el tiempo; ahora era yo la asustada, entrando y saliendo de su ser, arropándole la vida como una secuencia lejana de esta historia etérea de encuentros y desencuentros. Y el cielo plateaba su semblante arrojado al equilibrio de los Dioses, vigías del alma, en una reñida batalla de emociones que la alejaban y no, de este espacio. Hoy por vez primera tuve miedo de la distancia que nos separaba como una masa informe, de sus pupilas divagantes bajo un reloj eterno, de ese soplo ajeno rondando el deterioro de sus manos, postradas y mortuorias. Me alejé invocando a las divinidades, como un pensamiento insoslayable aferrado entre mis labios, mientras el camino detenía sus pasos en dos cuerpos indelebles y mortales.
Ana Cecilia.
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