Selena era probablemente la última meretriz de alcurnia que aún subsistía en este pueblecito insular olvidado en algún pliegue de la manta de Dios. En el verdor de su juventud atraía forasteros que venían a buscar fortuna en los plantíos de berenjena, batata y vainitas, desde la ciudad de Miragoane.

Pero este domingo cuando escuchó tocar a la puerta, se sorprendió al descubrir dos mozos bellamente ataviados en ropa de terciopelo dominical, quienes sin la menor dilación empezaron a predicar, explicándole los pormenores de la vida eterna, los misterios de la resurrección en un par de días y finalmente la importancia de beber de su sangre en los ritos.

Selena dueña de un corazón ajeno pero lleno de solidaridad, atendió dócilmente a todas sus explicaciones, asintiendo aún en las disertaciones más inverosímiles escudada en su enorme sonrisa de mulata, convencida de que todo acabaría cuando exigiera auténticas pruebas.

Impulsado por el auténtico deseo de probar que todo cuanto había ofrecido era verdad, el mestizo aterciopelado, la tomó entre sus brazos y desnudando su cuello, clavó enérgico sus colmillos de vampiro en la yugular de su víctima. Al tercer día cuando finalizó su apadrinamiento, retornó de entre los muertos dando testimonio de todo cuanto le habían contado acerca de la inmortalidad era fiel a sus palabras.

Así que en este placido crepúsculo, se le nota ansiedad en la mirada enrojecida, cuando piensa en planchar su vestido para salir a sermonear el próximo domingo.