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Llegué a Alcublas al mediodía. Los molinos saludaron desde la montaña, centinelas mudos. Mi padre había muerto y mi madre me nombró mensajero.
-Dale la noticia al abuelo y traerlo de vuelta -dijo mi madre al momento de darme la bendición.
Viejas rencillas rompieron lazos de sangre, padre e hijo idénticos, estaban condenados. No hubo acercamiento en la vida, quizás en la muerte. No había estado en Alcublas desde mi más remota niñez. Pregunté por “el mocho”.
-En Alcublas eres alguien si te secunda un mote -dijo alguna vez mi padre.
La calle estrecha franqueaba la diminuta casa del abuelo. Imposible reconocerme, imposible abrigarme en su regazo. Solté la noticia ante el hombre de piel de barro cocido. Tomó asiento y me miró cansado. Tendió una copa de tinto y lo bebí con más dudas que respuestas.
-Te pareces a él -dijo con voz cascada. Sonreí apurando la copa, su mirada me incomodaba. Ignoraba cuales fueron los problemas que lo enfrentaron a mi padre. Mi infinita timidez prohibió formular la pregunta. Abrió el armario y revolvió el interior y sacó una caja de madera.
-Son cartas para tu padre -dijo con tristeza.
-Ya es tarde -le dije devolviendo la copa.
-Muy tarde -agregó mi abuelo.
Salí de Alcublas con un paquete de cartas sin destinatario. |
Texto agregado el 03-06-2013, y leído por 237
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