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Inicio / Cuenteros Locales / york / LA MUERTE SECRETA DE JACINTO CARIPAN

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Jacinto Caripán llegó a la plaza ese domingo como siempre, cerca de las once de la mañana. Se sentó en una de las bancas, de espaldas a la iglesia, para que el sol de otoño le entibiara un poco el pecho y la cara. Luego encendió un cigarrillo. La sombra de una rama sobre su pantalón se había movido dos centímetros cuando lo visitaron las figuras del recuerdo.
Volvió a tener 11 años. Primero escuchó los graznidos de los Queltehues en la parte baja del camino, después los perros ladraron con desgano y volvieron a acurrucarse en el lugar de siempre. En el recodo del bajo vislumbró la carreta y a los otros jinetes que parecían flotar entre las Araucarias y la bruma. Su madre le dijo algo en Huilliche y Jacinto corrió a buscar a su padre. Ambos llegaron poco después que don Renato, que se había detenido a unos metros de la choza sin bajarse del caballo. También recordó que su madre se asomó a la puerta y le pidió que entrara a la casa. Teresa, tres años mayor, parece que estaba colgando ropa o algo así, que al sentir que venía gente se había devuelto a la choza y que algo le dijo al pasar. Otras veces lo recordaba o imaginaba en otro orden. Su madre tendía ropa y su hermana salió a la puerta. Siempre había diferencias en sus recuerdos de este día, lo invariable era que él había sentido un temor difuso, algo parecido al frío o al hambre en las noches interminables. Ahora, ya en la casa, notó que el trote de ida y vuelta hacia el monte lo hicieron jadear un poco, y de algún modo eso lo tranquilizó. Trasegó unos sorbos de agua mientras miraba por las rendijas de la puerta cuando su padre se acercó a don Renato con el sombrero en la mano. Las mujeres se miraban en silencio, y las voces de los hombres afuera se escuchaban como si estuvieran dentro.
-Buenos días don Renato. Estaba cortando una leñita del Hualle viejo, ese que botó el temporal de hace unos días. Por eso no le escuché venir.
- Buenos días José. No te preocupes- Luego hubo varios segundos de silencio mientras se acomodó en la montura -Vine a verte porque necesito que me desocupes el sitio- hizo otra pausa, pero José no movió un pelo -¿Te acuerdas que hace un mes pasé con dos personas por el monte? Bueno, era un señor de Lago Ranco con su hijo. Me compraron todo este retazo, desde el bosquecito hasta la loma quemada, entre cerco y cerco. Y creo que tienen apuro en hacerse una casa antes de fin de año, así que vas a tener que irte- hizo otra pausa ajustándose el sombrero, pero su padre se mantuvo quieto y en silencio. Luego la voz don Renato se escuchó un poco más fuerte -Te traje la carreta y un par de hombres para que te ayuden a desarmar la rancha y cargar tus cosas. Puedes armarla de nuevo en el fundo de mi hermano, que necesita otro peón, y que está mucho más cerca de Osorno. Ya está acordado con él, así que no tendrás problemas- Pareció que el silencio durara horas hasta que su padre habló después de tomar aire -Don Renato, con mucho respeto, Ud sabe que yo llevo como 20 años aquí y que la escuelita de los niños queda cerca, además que yo sé cortarle leña, sé hacerle carbón, sé sacarle madera para lo que Ud. pida, y en el fundo de su hermano no hay bosque ni árboles. Solo hay pasto y vacas, y yo no sé nada de vacas, ni de hacer queso…además la escuelita está como a cinco kilómetros y… - pero don Renato no lo dejó terminar -Mira José, solo vine a decirte lo que vamos a hacer. Entiende que ya vendí el retazo, y no puedes quedarte. El bosque ya no es mío. Si sigues discutiendo se te va a hacer la noche y tendrás que dormir en la carreta por el camino- La voz de don Renato se hizo más ronca -Puedes llevarte las gallinas y la leña que tengas. Lupercio y Ramón te van a ayudar a desarmar y a instalarte donde mi hermano. No hay problema en que la carreta vuelva mañana. Antes de irte pasa por la casa, Doroteo te tendrá la plata de la quincena- Luego tensó la rienda para hacer girar al caballo, que torciendo el cuello dio un par de pasos -ah, me olvidaba- dijo don Renato -ya que la escuela está cerrada, pasa a dejarme a la Tere a la casa, para que ayude en la cocina a doña Maruja, que está sola mientras su hija se mejora….y puedes llevarte un saco de harina. La próxima semana te la mando a dejar- Luego don Renato y Doroteo se volvieron cabalgando por el mismo camino. Los otros hombres se apearon y empezaron a fumar, mientras José quedó mirando el suelo, luego a los jinetes que se achicaban, y luego otra vez el suelo.
Jacinto sintió que su hermana y su madre lloraban abrazadas, casi sin sonidos y sin lágrimas. Recordó que tuvo ganas de gritar, de salir corriendo tras los jinetes y lacear a don Renato, arrastrarlo amarrado hasta el pedregal, y taparlo con bolones, hasta que desapareciera. Pero se quedó inmóvil mirando el camino desierto. Años después se dio cuenta que ese fue el momento en que dejó de creer en Dios.
La sombra de la ramita se movió un poco más, y le rascó el borde de la rodilla. Ahora había más gente en la plaza, hombres y mujeres paseando de la mano, niños correteando y vendedores de golosinas. Jacinto estaba pensando que este realmente era un día hermoso, y que pronto se levantaría para ir a almorzar.
Los recuerdos cruzaban por su mente como fotografías viejas eternamente barajadas. La carreta en su viaje interminable. La última vez que vio a Teresa, con su vestidito verde en la puerta de la casa de don Renato. Su madre, que en las tardes tomaba mate con la puerta abierta, mirando a la distancia, o sollozando silenciosa en medio de la noche. Su padre que comenzó a beber cada vez más. Los malos años en el nuevo campo, luego el otro viaje a Osorno. La escuela, donde demasiadas veces sus compañeros lo empujaron, le hicieron bromas por su nombre o su apellido, o por sus cabellos tiesos, o por sus manos anchas como remos, o por su olor a leña, o por mil otras cosas. Y las demasiadas veces que lo golpearon sin motivo, sin que él se defendiera. Su alivio cuando su padre lo sacó del colegio, para que trabajara en la limpieza de la panadería de su tío. El día inolvidable en que su madre le contó que Caripán en su lengua Huilliche significaba León Gris, y que no tenía nada que ver con que sus tíos y abuelos trabajaron desde siempre en Panaderías. Ella se había reído mucho, y el guardaba ese recuerdo en un lugar especial, porque no había vuelto a ver a su madre riendo así. También le contó que su segundo nombre, Leoncio, era el que originalmente habían elegido para él, pero luego lo cambiaron a Jacinto, por el extraño color de las nubes de la tarde en que nació, algo que nunca se había visto y que ella entendió como un mensaje del cielo, para que su hijo no fuera agresivo o atarantado como otros de la familia. No se olvide Jacintito que no se saca nada a los golpes, que la gente se entiende hablando, que Dios todo lo ve y solo en Él se debe confiar. Quizás por eso nunca peleaba, nunca gritaba, y siempre caminaba mirando al suelo, como su padre.
Fumó un segundo cigarrillo, y siguió mirando pasar a la gente y a los niños corriendo. Siguió recordando a Teresita. La carta de don Renato diciendo que se había fugado de la casa a las dos semanas, que era una floja y desconsiderada y que agradeciera que no la iba a denunciar por una plata que se le desapareció. La carta de su tía Elvira, que vivía en Talcahuano y que contaba que Teresita había llegado una noche de improviso, contando que se había ido porque el patrón era un hombre malo. Luego algunas cartas de Teresa, diciendo que estaba bien, y que su tía era muy buena con ella. El primer viaje de su madre a Talcahuano tres años después, y su cara triste cuando contó, al regreso, que la Teresita no quería volver, que estaba trabajando como mesera y que ya no vivía con la tía, sino que con una amiga del trabajo. Siempre que el recuerdo de Teresa volvía, Jacinto tragaba de nuevo la piedra negra de su amargura. La muerte de su padre, que un día se acostó temprano porque estaba muy cansado pero no despertó más, y la vida llana y silenciosa de su madre, que cada día era más pequeña y más delgada, le hacían doler el alma. De algún modo, sentía que los pesares en su familia ocurrieron porque él no hizo algo, porque era un cobarde, y este pensamiento giraba y se retorcía en su mente sin encontrar salida. Después recordó lo que siempre quería olvidar. Cuando viajó acompañando a su madre por segunda vez a Talcahuano, ocho años después. En esos días lloró por primera y única vez en su vida, y sus lágrimas eran azules y espesas, porque las había juntado durante mil años. Fueron al entierro de la Teresita, que murió golpeada y estrangulada por un marino borracho en un tugurio de los barrios bajos del puerto. Los recuerdos del funeral eran cuadros siempre cambiantes y trastocados, pero en todos había mujeres desconocidas, seguramente amigas de su hermanita, que se juntaban en el patio a llorar y a fumar, y su madre se afirmaba siempre de su brazo y estaba como dormida, con los parientes alrededor musitando quejidos o suspirando lamentos. Su corazón quedó congelado para siempre cuando ya tarde, mientras la luna hilvanaba las primeras estrellas, alguien encendió unas velas para que la Teresita encontrara su camino al cielo. Esa fue la segunda vez que dejó de creer en Dios.
Ahora él y el sol del domingo estaban frente a frente, y Jacinto se sobresaltó levemente al notar que al parecer se había quedado dormido, que habrían pasado casi dos horas y que hacía mucho calor, pero principalmente porque las personas que caminaban estaban como desvanecidas y transparentes, y que la plaza había cambiado. Se concentró un poco más y notó que ahora las baldosas no estaban y solo quedaba la tierra. Y había caballos. Y los edificios eran como de aire, que estaban ahí pero no se podían ver.
Lentamente, con los ojos muy abiertos, se enderezó un poco en la banca que ahora era un simple tronco, pero se tranquilizó cuando notó que los árboles y el sol eran los mismos, y que la sombra de la ramita había avanzado ya un palmo por su muslo. Jacinto Caripán cerró los ojos durante tres segundos y los volvió a abrir con curiosidad. Uno de los caballos amarrado a un poste lo miró con parsimonia, y luego siguió pastando.
Jacinto repasó de nuevo con la mirada todo el entorno, se enfocó en los detalles de la enramada de troncos que estaban a su derecha, en las crines de los caballos, en las hojas que tiritaban en la arboleda y los cinco tordos que picoteaban entre el pastito y las piedras más allá del cerco alto.
Era demasiado real para ser un sueño, una visión o una fantasía, pero tenía que serlo. Solo así podría explicarse que las personas extrañamente vestidas que comían bajo la enramada y que parecía estar mirándole, no hubieran advertido su presencia. Después de un rato, los hombres se levantaron, montaron sus caballos y se alejaron al trote. A los pocos minutos solo los pájaros y el tenue murmullo de las hojas batidas por la brisa eran los únicos sonidos que acompañaban a su respiración acompasada. Jacinto se dijo a sí mismo que este era, realmente, un domingo muy especial, porque no acertaba a comprender cómo era que podía vivir una ilusión tan vívida sin sentir asombro ni miedo, y menos aun que siendo todo tan distinto le fuera asimismo tan familiar. Escuchó voces y ruido de jinetes que se acercaban desde atrás, pero decidió no voltear la cabeza para seguir pasando desapercibido y no espantar a las visiones, que parecían estar siempre a punto de terminar.
Los hombres eran de piel clara, de edad mediana y barba escasa, que parecían vestidos como para una obra de teatro o fiesta de disfraces. Portaban espadas de hoja angosta, así como unas lanzas cortas con una pequeña hoja filosa lateral. Dos de ellos además llevaban cuchillos o dagas en sus vainas detrás del cinto. Vestían petos de cuero y camisolas de manga larga, con pantalones amplios a medio muslo. Todos usaban botines cortos de cuero. Los dos que llevaban cuchillo tenían cascos metálicos, los otros dos unas gorras monteras de cuero formado por dos piezas laterales con una gruesa costura central. Jacinto, que estaba a menos de diez metros del lugar donde los jinetes desmontaron, parecía estar hipnotizado por los detalles y la claridad con que percibía todo, por el extraño timbre de sus voces y por los destellos y reflejos que producía el sol sobre los cascos y las armas.
Tras estos hombres venían otros dos jinetes armados solo con cuchillos o espadas cortas, sin cascos ni petos, y con camisas que dejaban los brazos descubiertos. Sus cabelleras eran largas, del color del trigo maduro, y uno de ellos tironeaba a varios hombres y mujeres que caminaban amarrados a la misma soga, todos ellos con magulladuras y heridas visibles, con sangre seca sobre la cara o las rodillas, y muy sucios y despeinados. Estaban casi desnudos y la poca ropa que vestían eran cueros de animales, muy mal cosida y medio desarmada. Sobre el anca del último caballo había una manta enrollada de la que asomaban tres lanzas o estacas aguzadas, y un garrote o maza de madera.
Todos desmontaron. Los siete u ocho prisioneros se derrumbaron exhaustos formando un pequeño montículo alrededor del poste donde fueron amarrados.
Jacinto supo que nunca había visto esas caras, pero le resultaban extrañamente parecidas a otras, como si fueran hijos o padres de personas conocidas u olvidadas. Esto hizo que un leve temblor le recorriera el cuerpo. Uno de los soldados se acercó al grupo de prisioneros y quedó mirando como si buscara algo, luego agarró con violencia la cabellera de una muchacha medio desmayada y levantándola la obligó a mostrar la cara. Un par de soldados rieron. La muchacha, a punto de desfallecer y que apenas podía abrir los ojos, balbuceó un quejido. Cuando logró abrir sus párpados, miró a Jacinto, y le vio.
Su corazón se estremeció en un ramalazo ardiente que inundó su pecho, le subió por el cuello y luego cayó como cascada por su espalda, que se tensó.
Pensó mil detalles durante dos segundos. Después dejó de pensar. Se levantó y corrió hacia el grupo de soldados, sin dejar de mirar al más cercano, que había soltado a la mujer y comenzaba a sacarse el casco. Su mano y el garrote se buscaron y el grueso tronco se hizo liviano en el fuerte brazo de Jacinto. Lo alzó con las dos manos y todo su cuerpo vibró al descargar el terrible golpe en la nuca del hombre, que murió antes de caer al suelo botando cuajarones de sangre por la nariz y los ojos. Desde donde terminó ese primer golpe inició el segundo, ahora desde abajo hacia arriba y girando sobre sí. El soldado que estaba a su lado, que ya había atinado a llevar la mano a la espada, no pudo esquivar el garrotazo que le quebrantó la garganta y le aplastó el maxilar, el pómulo y el casco a la vez. Cayó de espaldas sin sentido entre las patas de los caballos que se movieron nerviosos, retorciéndose unos segundos mientras se ahogaba en su sangre. La fuerza desmedida de ambos golpes hizo crujir la maza, que se astilló por el medio. Los demás soldados aun no acertaban a comprender que estaba pasando, aturdidos por la sorpresa, y daban pasos indecisos hacia atrás y adelante, sin soltar las riendas de los caballos ya inquietos y aun sin desenvainar sus armas, mientras Jacinto ya había tomado con su mano izquierda el cuchillo del primer caído y sacaba la espada del segundo. Uno de los soldados que usaba montera reaccionó alzando su espada para dar un golpe, pero Jacinto fue más rápido y sin levantarse ensartó el grueso cuchillo hasta la empuñadura en la ingle del atacante, que cayó con los ojos nublados de dolor y con la sangre corriendo abundante por su muslo. Mientras Jacinto se paraba por completo, el otro soldado, que solo tenía una espada corta, le atacó de perfil atravesándole el antebrazo de lado a lado, pero no alcanzó a dar un segundo golpe, ya que Jacinto revoleó la espada y esta zumbó al cortar clavícula, costillas y esternón. El infeliz cayó muerto con un grito ahogado. Los otros dos soldados le atacaron con furia a cuchilladas, pero Jacinto, que en el entrevero recibió otros profundos cortes en los brazos y en el cuello y una estocada llena en el lado derecho del pecho, dio a su vez varios cortes y heridas a uno de sus oponentes y atravesó por el cuello al otro, que cayó de rodillas con un ronco estertor y los ojos en blanco. Jacinto sintió que le faltaban las fuerzas, y muy lentamente se derrumbó. El último soldado, fatalmente herido, se arrastró hasta Jacinto, que yacía jadeando de espaldas en el suelo y le clavó su puñal en el medio del pecho. Luego rodó sobre sí mismo, muerto.
Toda la lucha duró veinte segundos. La gruesa empuñadura sobre el pecho de Jacinto vibró un par de veces más, hasta que se detuvo.
La noticia ocupó unas pocas líneas del periódico:
Ayer , cerca de las 14 horas, murió un hombre de unos 45 años que se encontraba al parecer disfrutando del hermoso día de otoño en una de las bancas de la Plaza Central. Varios testigos dicen que estaba solo y estuvo sentado por varias horas, que de repente se levantó agitando los brazos y luego dio unos pasos y cayó. Según el médico de turno de la Asistencia Pública donde fue trasladado, el hombre llegó sin signos vitales, y murió a causa de un ataque cardiaco masivo. La policía indicó que no portaba documentos de identificación, excepto un carnet del Sindicato de Maestros Panificadores a nombre de Jacinto Caripán.

Texto agregado el 03-06-2013, y leído por 311 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-12-2014 Durante la lectura por un momento me transporte a Pedro Páramo. Excelente descriptiva y muy bien estructurada la historia. Un gusto leerte. gcarvajal
11-07-2013 En verdad he apreciado muchísimo esta historia, me ha parecido muy bien pensada y escrita. Me gustan este tipo de temas, tienes mi admiración. dromedario81
03-06-2013 Fantástica historia. Me encanta el protagonista. Tiene una presencia intensa y perceptible en cada párrafo y tus descripciones son increíbles. Un gusto leerte. kone
03-06-2013 Excelente glori
03-06-2013 Muy buena narración. Realismo mágico en pleno. Se nota que tienes oficio y recursos literarios. Te felicito. Un abrazo. umbrio
 
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