Te recuerdo, Juana, soportando las lluvias de enero, en el pueblo de Quinilla, sin saber si renegar por la lluvia o por el bramido de las vacas que descansaban en las casas vacías. Y alguna vez contaste que te atreviste a desafiar al río Huallaga para dejar mercadería en Juanjui y regresar ufana con algunos trapos que solías traer del pueblo. Y nadie era capaz de pararte, ni siquiera los abuelos; y aprendiste de la lección, como aquella vez que me salvaste (no recuerdo bien) de ahogarme en algún remolino, de esos que existen al voltear una esquina del río, cuando quedaste atrapada y solo atinaste a cogerme del cabello.
Te recuerdo, Juana, gritando en el huerto de frijoles, lamentándote la ausencia de José, y rogando su pronto regreso para que pudiera conocer a mi hermana.
El río, la balsa, el machete, la yegua que nos regalaron cuando llegamos a vivir a Quinilla y cuanto animal pudiste criar fueron nuestros compañeros en la correrías por el bosque.
Hay cosas que no recuerdo, pero, cada vez que tienes ganas vas sacando a flote todas nuestras travesuras, nuestras andanzas por la quebrada de Shitari, y aunque tus padres hayan partido hace mucho tiempo, parece que estuvieran a nuestro lado sonriendo, como tratando de dar fe a tus relatos.
Te recuerdo mucho, Juana, ahora que te veo cansada del largo caminar, y tus ojos se duermen como mariposas adormecidas en una flor. Y cuando sonríes, me olvido que sueles renegar por quítame esta paja, como si eso te devolviera los años perdidos en Tocache y cuanto pueblo te viera caminar.
Y hoy, que te vi envolviendo los "Juanes", sonriendo, alegre, como cuando cuentas que le diste una catana a tu amiga de escuela, pienso que hay Juana para rato.
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