¿Qué me dices?
¿no es acaso nuestro encuentro como agua refrescante en un desierto árido?
¿o despreciamos el agua sólo porque no la obtuvimos cuando quisimos?

Decimos al agua:

¿De qué me sirves ahora si casi agonizo en éste calor insoportable que consume mi cuerpo? Ya no te quiero. Pero sí te quiero. Y ahora que te tengo, porque te encuentro y puedo, y no cuando te quiero, me resulta despreciable.
Pero ahora igual te bebo, porque eres agua y te necesita mi cuerpo. Pero no creas porque te quiero.

Y en sus debates internos de te quiero y no te quiero, el agua no le espera. También padece de aquél calor que la dilata, que la expande y se evapora.
En silencio observa al caluroso que tonto la desprecia a pesar que ahí la tiene y no la bebe... y sin él darse cuenta ésta se desvanece.

Cuando por fin el caluroso se decide, ya ha perdido más de la mitad de lo que tenía, sin remedio se la toma pero renegando en su desdicha.
¿De qué le sirve ahora?
¡Quiere en su lengua conservar aquella última gota!

Aprecia en tu corazón ¡oh caluroso! el agua que bebes.
Disfrútalo completo.
Como un oasis de descanso cuando sí lo tienes.
Y no pienses por qué no lo tienes.
¡Anhélalo!
Soy tu paz y te refresco en éste inhóspito desierto.