No es que sea supersticioso, pero desde hace años he imaginado que el mundo se rige por un principio de geometría cósmica que inserta todo en su sitio como piezas de un rompecabezas. Por esa razón me interesé en Honoria, y por lo mismo me separé de ella a las pocas semanas.
El asunto deriva de una obsesión mía con las palabras desde que participo en la lectura de poemas de un grupo de inadaptados cerca del Bosque del Xilote, bautizado así por los maíces tiernos que algún ocioso planta entre los pinos y “árboles viejos” ahuehuetes.
Recuerdo que tuve la osadía de aludir a unos poemas donde José Emilio Pacheco proponía una araña que “secreta secretos” y escribe tejidos de luz, y a otra que se llevaba renglones de un libro abierto entre las patas.
Fue por eso que conseguí la atención de una muchacha regordeta llamada Ariadna, quien al acercarse me comentó que su nombre venía de una doncella que le había entregado un hilo a Teseo para que no se extraviara en el laberinto donde iba a “darle en su madre al puto Minotauro”.
Ariadna me llamó la atención por sus senos de nodriza que tensaban la blusa de estambre, aunque me jorobó que hablara con palabrotas sin apenas conocernos. Pero todo quedó olvidado cuando vi a su lado una ninfa que opacaba a todas las demás mujeres que leían párrafos con aires trágicos y nos escuchaban cual si les reveláramos las profecías de Agur.
La muchacha de rostro virginal se llamaba Honoria. Su peinado evocaba a una princesa recién escapada de un convento medieval; vestía una mini blusa formada por una venda que en decenas de vueltas ocultaba sus encantos en una franja precisa; y resguardaba el tormento de sus caderas en un pantalón desteñido que en partes se adhería como pintura.
De manera que yo escuchaba con fingido interés la cita mitológica de Ariadna, y procuraba contener la obsesión de mis ojos por llenarse de la figura etérea de Honoria, quien me había sido presentada por Ariadna como al paso: “¡Ah, mira! mi prima Honoria…”
Sobra decir que no falté a las reuniones a la sombra de los ahuehuetes ni aún bajo los efectos zombíferos de la gripe, y que me convertí en compañero incondicional de Ariadna y Honoria, quien iluminaba todo con su sonrisa como mazorca celestial.
Sin embargo Honoria no aportaba gran cosa con sus comentarios insulsos. Pero creo que a nadie le importaba lo que dijera cuando su sola voz era ya un poema.
Las cosas se pusieron en su sitio en pocos días. Ariadna tuvo bien claro que yo estaba hasta la madre por su prima, y en cierto modo dejó de interesarse en mis escritos, haciendo un mohín de ironía cada vez que yo escrutaba los garabatos insípidos de Honoria como si fuesen hexámetros de Homero.
Luego de mes y medio Ariadna se reintegró a la dinámica natural de las sesiones y yo me convertí en escolta incondicional de Honoria, de quien una tarde probé el sabor de tutti frutti de su boca, pues había mascado media docena de los chicles Canguro que guardaba en un bolso adornado con Las Chicas Superpoderosas.
Unas semanas más y Honoria ya era mi novia de mano sudada, a quien recogía en cierta unidad habitacional donde varios tipos astrosos se la pasaban todo el santo día jugando basquet flanqueados por haraganes con cachuchas, pantalones de Cantinflas y las patinetas bajo las axilas.
La perfección de esta historia de amor hubiera dado para unos tres boleros de los Panchos, pero se fue al traste cuando invité a Honoria al departamento que me pagaban mis padres desde Monterrey en lo que terminaba la carrera de Letras Francesas en la Universidad.
Todo estuvo perfecto hasta que terminó un faje que me reconcilió con los burros. Honoria entonces “entró al tocador” y de repente soltó un grito histérico.
Para esto, antes de la llegada de Honoria yo había limpiado mi cuchitril como quirófano, pero pasé por alto a las arañas de patas como alambres, quietas igual que esculturas vanguardistas en sus telarañas dispersas junto a mi cepillo de dientes y al espejo que restregué hasta quitarle las manchas de jabón.
Y no era que pretendiera impresionar a ningún jainista con mi celo artrópodo, sino que se me hacía natural tener por compañía a esas arañas inofensivas similares a las que observó durante una noche el Espantapájaros Insomne con sus ojos sesgos en el castillo Esmeralda del Mago de Oz.
Así pues, toqué la puerta del baño, que Honoria abrió en tanto se cubría la boca con la diestra; y a causa de su crisis nerviosa atenacé un trozo de papel para arrasar las telarañas, aunque haciendo truco para que los animalillos escaparan.
El punto fue que Honoria tardó más de un cuarto de hora en reponerse de la impresión, y cuando ya estaba serena no tenía muchas ganas de continuar con nuestras maniobras, por lo cual debí acompañarla a su casa, de donde se despidió con un beso furtivo.
La relación se mantuvo unos días más, pero la musa ya no quiso visitar mi reducto, alegando que estaba en exámenes finales en su curso de fotografía.
Al poco tiempo comenzó a faltar al taller en el Bosque del Xilote, hasta que ya no asistió. Además en su casa no pude encontrarla ni por teléfono, ni cuando fui en su busca con el rostro demacrado de un santón hindú.
Al final comprendí que todo obedece a un esquema preciso de entronques metafísicos, por lo que no me extrañó que Ariadna se me acercara luego de mi affaire… Así que al paso de unos meses confirmé la generosidad de sus tetas, con las que podría amamantar a cuatro pelones de hospicio; y fui testigo de su fascinación con las arañas en mi casa, ante las que expresó sin rubor: “No, güey, ¡están de poca madre tus bichos! Neta”.
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