Nos quisieron domar los caballos del sueño. Pero no pudieron. Los jinetes -esos pequeños seres oscuros- no lograron asir las monturas de fuego, ni aferrarse a las crines como rayos, ni tan siquiera dar el salto de gracia que los dejara -como por arte de magia- dirigiendo a aquel tropel a través de valles y montañas. Simplemente no pudieron. Esos seres pequeñitos y oscurecidos se quedaron balbuceando, relinchando, maldiciendo mientras miraban a la manada libre y salvaje yéndose al galope como truenos hacia el sol gigante que se asomaba tras las nubes.

Un amanecer dorado nos ha despertado con una inmensa vastedad creciéndonos por dentro y un viento pletórico de vitalidad golpeándonos el rostro como caricias sutiles y luminosas. Hemos despertado -todos juntos- con unas ganas incontenibles de galopar el mundo entero.

El polvo en el camino advierte que nos vamos yendo, sonrientes y vibrantes como una corriente de fuego, una flecha o una antorcha apuntando directamente al centro de un reguero de pólvora.

¡Arre!