Me entristece esta ciudad en julio, tan húmeda, tan llorosa, tan tímida en su despertar. Para mí amaneció a las cinco de la mañana, y aun con desgano, con el cansancio pegado a mi rostro antes de cualquier cosa me preparo un café, el primero de una larga fila durante el resto de la jornada; después, como quien no quiere la cosa, me visto, me arreglo, si a esto de medio lavarse la cara y pasar el peine entre mis sucios y ralos cabellos, puede llamarse arreglo. La chamarra raída y apestosa, mi eterna acompañante sobre mi chaleco, siempre quejándome de ella y siempre extrañándola cuando en rebeldía, prescindo de ella.
Tras dejar el calor de mi cuarto me aventuro en esta gran ciudad, con el quejo constante desde que vine de mi querido pueblo, de mi Chiapas tan añorado y tan nostálgico; a mi paso voy como cada mañana rumiando mi recelo, mis lamentos, mis frustraciones, admirado también, de aquel edificio otrora orgulloso y ahora
desvencijado y en ruinas como mis pensamientos. Alerta como lo he acostumbrado desde todo el tiempo, camino por el centro de la calle, evito las banquetas y los quicios de las puertas, y las entradas de las vecindades en un tiempo vivas y coquetas, y ahora hacinadas y cayéndose de viejas.
Camino y al mismo tiempo sueño con mis historietas; sé que se esconden detrás de aquellas puertas, de aquellas ventanas, al doblar esta esquina, tiradas en estas banquetas. Llego por fin al metro Pino Suárez, el ruido en el anden del tren que se acerca, la mirada a los otros desmañanádos como yo, la mujer que se arregla las pestañas con el canto de una cuchara, la que termina de colorear sus mejillas, la que delinea con inusitada maestría los ojos y los labios, el hombre que al mismo tiempo que corre, anuda su corbata; son apenas las 5:30 de aquella madrugada y tanta vida ya, tanto que regalarle a esta ciudad que ya despierta, camina y vibra, y respira como animal en brama.
Mientras me acomodo, observo los vagones casi vacíos, los rostros colgados en una nostalgia, en un pensamiento que seguro quedó en casa, allí donde no podrán estar mas y por el resto del día ninguno de ellos. Sentado, aislado con estos pensamientos, me apena pensar por ellos, y tomar sus penas como mías y sobre todo, colgar a estos hombres y mujeres, las penas mías; pero hay tanta soledad que cómo no compartirla, tanta frustración que cómo no hacerla de ellos, tanta nostalgia, tanta amargura, tanta melancolía, tanta, tanta, tanta…. Que cómo pensar que sólo a mi me pertenecen todas ellas. Mi destino a una estación de distancia, Portales. Estiro las piernas, los brazos, bostezo con pereza, dejo el metro y aquel sonido de frenos de aire, el bullicio que a esta hora es ya perturbable, el ir y venir constante de las gentes, los gritos de vendedores que a tan temprana hora comienzan la faena de armar sus tianguis. Los bocinazos del auto de algún despistado, al que madrugando ya se le hizo tarde. Mis zapatos que húmedos reclaman una nueva suela, los diez pesitos del arreglo y la prioridad de mis cigarros, la oficina que no espera clientes a esta hora, pero que según ancestral costumbre, debe estar perfectamente lista a las siete de la mañana, “en punto” como dice el patrón, ¡ese maldito viejo¡
El transcurrir del día, lento y pasmoso, asomándome por la ventana de vez en cuando, atisbando el momento, la esperanza, la ilusión, y al final, el descontento que es el que siempre llega; el segundo café, y luego el tercero, y el cigarrillo entre los dedos, la revisión de papeles, la maquina de escribir, y las nostalgias, y el?….¿ y el cuento?, ese que nunca llega, esa historia que a mi parecer esta flotando en este ambiente húmedo y frió, y que lleva allí escondida los últimos quince años, y los últimos cincuenta, o mil ocho intentos , y la paciencia que se agota, y la angustia que te quema los sentidos y que te aprisiona y que te va haciendo mas viejo, y mas solo, y mas pendejo; la historia que no llega, o que talvez llegó y tu la viste pasar, la acariciaste un breve instante y en esa juventud preñada de otras ambiciones te sonrió y te dio un beso en la mejilla y te regaló la chamarra ahora vieja que tanto te gusta o que tanto usas por no tener otra y te dejó las gafas gruesas y el pantalón con valenciana y el chaleco que en estos tiempos ya no se usa y los zapatos anchos y feos del borceguí que sólo tu te acostumbras, y la chamaca aquella que de tanto coquetear contigo, terminó por fugarse con aquel cartero.
¡La vida así ya no vale la pena ¡
Son las seis de la tarde, también se debe ser puntual para cerrar. Desando el camino, el metro a estas horas es todo un verdadero hormiguero, los empujones y las torteadas, las miradas en los escotes, en las nalgas de la que va por delante. El roce a veces furtivo y otras descarado y sin ningún recato, el vagón repleto de olores inimaginables, el frenado y el recargón, la untada en las caderas, la sobada de brazos, o de pechos o de donde sea, total, una mujer es mujer de la punta de los pies a los cabellos. Y la soledad de nuevo en los callejones; con aquella sensación de estar volviendo, siempre volviendo; las callejuelas y sus vecindades, las puertas cerradas y los quicios de terror; y aquí estoy de nuevo en esta casa, -si a esto se le puede llamar de este modo-, con mi taza de café caliente y el cigarrillo humeante entre mis dedos…
Sobre la mesa docenas de papeles viejos, y lápices despuntados, y bolígrafos sin tinta regados por el suelo. La decisión la tomo ahora, la gaveta con una pistola que siempre he pensado como remedio, y que en este momento mas que nunca creo que lo es, y lo será sin contratiempo, así, mientras la llevo a mi boca y sin ningún temor voy jalando del gatillo; en esta cabeza aun lucida, pienso como alguien sentado en un elegante escritorio, frente a un ordenador de mesa, imagina esta historia y poco a poco la va escribiendo.
Julio, 2002
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