Si bien es cierto que los romances de infancia, los noviazgos fugaces y los coqueteos inocentes, eran hechos comunes, dentro de nuestras andanzas de final de la primaria y sobre todo en la secundaria. Habitualmente estos no pasaban de las manos enlazadas durante las películas del santo y blue demon. Sudadas en serio por los fuertes calores en Salto de Agua. O los aislados besos en los labios con los que uno refrendaba su calidad de novio y no de amigo. Los noviazgos iban y venían conforme las temporadas, y sobre todo se veían enriquecidos o desvanecidos, por la presencia de amigas y parientes propios o de nuestros amigos que, visitaban el pueblo, y quienes se integraban a nuestras vidas en estos breves periodos, para desaparecer totalmente después. Así, desfilaron por allí, amigos y amigas de Macuspana, de Mérida, de Coatzacoalcos, de villa.
En estas condiciones de aparente inocencia, se dio entonces el despertar distinto, ese que de pronto removió y cimbró hasta el fondo de mis raíces.
Mi presencia en casa de Pedro, era la presencia habitual del amigo cercano y entrañable. Del amigo con el que se comparten las vivencias cotidianas y las nuevas experiencias. Los enredos y los desenredos.
Una casa de muchas mujeres, la madre, las hermanas (muchas). Las mujeres que ayudaban en el ajetreo y la limpieza. Y distinguiéndose de entre todas ellas, María Elena. Una joven de quizás 18 o 19 años, vivaz y espontánea. Menuda de cuerpo, frondosa de caderas y diminuta de senos.
Mi tiempo sin más el segundo año de la secundaria.
Quizás 13 años de edad.
Cuatro o cinco de la tarde, el quehacer concluido. La siesta eterna en una hamaca, o bajo el ruidoso ventilador en turno. La voz y la presencia inquieta de Pedro. La mirada inquisitiva al verla pasar delante de nosotros. El gesto de complicidad en nuestros rostros. Pedro sabía perfectamente el camino. Sabía también como apostarse sin ser descubierto. Sabia como deslizarse con el sigilo y el silencio de una serpiente, arrastrándose si fuera preciso. Y justamente eso hicimos.
María Elena caminó serena, y sin ningún temor de peligro. Entró al baño. Se asomó al espejo. Escudriñó su rostro, hizo algunas muecas y gestos con los labios. Se quitó la blusa, el sostén, y lo primero que descubrí fueron unos senos redondos, pequeños y muy firmes, con los pezones extraordinariamente bellos. Los primeros en toda mi existencia, de una mujer hecha y derecha. Hermosos sin ninguna duda. Deslizó después la falda por las piernas, y casi al mismo tiempo se deshizo de las pantaletas.
La luz intensa del cielo se precipitó como un rayo dentro de mis ojos y se acuñó en mi cerebro.
Aquel cuerpo era absolutamente perfecto. Cada detalle de la cintura, de las nalgas, de las piernas, grabado eternamente en mi memoria. La vimos bañarse enteramente para nosotros, la vimos juguetear con el agua y con el jabón en su cuerpo, con el champú al limpiar sus cabellos. La vimos vestirse de nuevo y finalmente, la vimos abandonar el baño.
Acostados, giramos nuestro cuerpo boca arriba, y en silencio, hicimos una profunda meditación, respecto de todo aquel descubrimiento.
Yo estaba al borde de la fiebre, absolutamente obnubilado por aquella presencia, y con una taquicardia que, parecía mi pecho tropel de caballos desbocados. Estaba como nunca antes en mi vida, literalmente en shock.
Aquella noche, la imagen de María Elena con todas sus consecuencias, hizo mella en mi capacidad de sueño y por primera ocasión hizo presa de mí el insomnio.
A partir de aquel día, repetimos la hazaña en tres o cuatro ocasiones, hasta que, una tarde en la que esperábamos ansiosos el momento, la madre de Pedro nos llamó al fondo del patio, y directa y sin ningún miramiento espetó.
-vuelven a hacer lo que están pretendiendo y a ti (le dijo a Pedro), te pongo una madriza que ni Dios Padre te reconoce.
Luego, dirigiéndose a mí, dijo.
-Ahora mismo nos vamos tú y yo con tu mamá, para que se entere.
En efecto se enteró, y nuestra promesa de no volver a hacerlo fue cumplida perfectamente después de sendas amenazas de por medio.
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