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Era una noche fresca de verano, la primera después de varias semanas con temperaturas sofocantes. Ana no podía conciliar el sueño, pero ello no era un problema, al menos no ese día.
La brisa ingresaba por la ventana de su habitación y arribaba directo a sus pulmones. Una sensación reconfortante y pacífica la dominaba, parecía relajarla. No estaba cansada. Ella había soportado varias situaciones, sabía lo que significaba estar agotada. Pensó que hacía bastante tiempo que se sentía de esa forma; también hacía bastante tiempo que yacía allí acostada.
Movilizada por sus ideas, se sentó en la cama, apoyando sus pies sobre el suelo. Si bien buscaba conectarse con la realidad, pronto desistió. No precisaba levantar su mirada para distinguir la oscuridad sombría, solamente menguada por la luna, que de un momento a otro se ocultaba entre las nubes tramposas. Lo que necesitaba era cerrar sus ojos y perderse. Entonces, una sucesión de imágenes vino a su mente. Eran demasiado reales para ser un sueño, se trataba de un recuerdo.

Una tarde de otoño, cuando ya empezaba a oscurecer, varios niños se divertían en un patio repleto de árboles. Entre ellos se encontraba Ana. Tenía ocho años de edad, un rostro travieso, una camisa y una pollera un poco manchadas de tierra; todas las evidencias de un día de juegos. No había ánimos de partir, pero sabían que no les quedaba mucho tiempo. El sol ya se había ocultado casi por completo y esta era la señal para que regresasen a sus hogares. De lo contrario, sus padres volverían por ellos. Debían disfrutar de ese último recreo. Uno de los chicos propuso jugar a las escondidas y el acuerdo fue unánime. Todos corrieron en busca del mejor escondite.
Ana reía y se alejaba prácticamente con la misma intensidad. Creía que esa era la clave para engañar a sus compañeros. Su estrategia era distanciarse lo suficiente como para hacerlos perder tiempo, cansarlos y distraerlos. De este modo, podría escapar, volver al punto de partida y finalmente quedarse con la victoria. En base a este objetivo, buscó un sitio en el que pudiese sentirse segura desde todos los ángulos. Se detuvo ante un robusto árbol, que en particular llamó su atención porque estaba ubicado en el centro, alejado y sobresaliente respecto al resto. “Igual que yo”, se dijo y comenzó a caminar a su alrededor. Observó que, además de ser copioso, este árbol se diferenciaba de los otros por sus ramas. Aunque se originaban desde muy abajo, poseían un trayecto corto, como si alguien o algo las hubiese cortado. Ana no demostró mucho interés en la cuestión, era una mera observación. Iba a sentarse sobre las raíces, detrás del tronco, a la espera de sus amigos, cuando vio una soga que colgaba de una de las ramas de la parte superior. Esto despertó su curiosidad. Abandonó sus planes y decidió trepar hasta alcanzar la soga. Fue más fácil de lo que esperaba. Las ramas cortadas hicieron las veces de escalones y no hubo demás complicaciones, no temía a las alturas. La soga estaba atada con firmeza a una rama tan gruesa como la mitad del diámetro del árbol, y caía hacia el suelo, sin establecer contacto con él. De hecho, había una distancia de dos metros aproximadamente entre ambos. La niña inspeccionó el lugar sin hallar nada que la atraiga. Miró por última vez hacia arriba antes de bajar y vislumbró algo rojo; agudizó su vista y distinguió una manzana. Esto era mejor que un juego de escondidas, había descubierto un manzano por sí sola. Sucede que, en este patio, todos los niños tenían sus árboles, en los que reposaban y jugaban, pero la mayoría eran arbustos aburridos y árboles sin gracia. Ninguno daba frutos, ninguno daba manzanas. Este debía ser suyo. Cambiaría aquel tronco seco que uno de los pequeños le había otorgado y proclamaría su nueva incorporación. Sin embargo, no era tan sencillo. Tenía que conseguir esa fruta primero y enseñarla, tenía que llegar a la copa y colonizarlo. La altura no era un inconveniente y nada le impedía alcanzar su meta. Estaba convencida, obstinada en que iba a lograrlo.
La luz se marchaba y la visión no era tan clara. A Ana se le ocurrió que, si por alguna casualidad algo salía mal, lo mejor era prevenir. Tomó la soga e hizo un nudo alrededor de una de sus piernas, encima de su tobillo. Lo aseguró lo más que fuerte que pudo y comenzó a trepar. Cinco ramas la separaban de la manzana. Subió por las primeras dos con cuidado. El viento sopló con vigor y la manzana se balanceo durante unos instantes. La tercera y la cuarta rama eran más finas que las anteriores. No podría realizar muchas maniobras, no lo resistirían. Tenía que actuar con agilidad y presteza.
La noche se hizo presente y una luna llena se introdujo entre las hojas de la copa para proporcionarle mínimos haces de luz. No era suficiente, no podía divisar el color; ahora se trataba de un bulto oscuro que pendía en la cima, y que esperaba ser rescatado. Ana tomó aire y ascendió. Paralelamente, los otros árboles movieron sus ramas en una sincronizada coreografía y un viento fuerte sopló por los aires. La manzana osciló otra vez, se desprendió y cayó. La niña lo advirtió y se soltó para poder atraparla en su caída. Lo logró, la contuvo en sus manos. Su rostro se llenó de felicidad mientras descendían juntas. En su trayecto, la soga la detuvo antes de tocar el piso, tal como lo había planeado, pero en una suerte de efecto rebote, la balanceó y su cabeza golpeó con vehemencia contra otra gruesa rama. Sus manos se abrieron y la manzana rodó por el césped. Ana quedó inconsciente, colgada por una soga, que sostenía todo el peso de su cuerpo por su pie derecho.
Una hora más tarde, su padre la encontró allí todavía atada. La pequeña despertó a la mañana siguiente, sana y salva en su casa. Por fortuna, solamente había sufrido traumatismos mínimos y algunos rasguños. Ana no reveló con exactitud lo que sucedió, dijo que estaba jugando y eso bastó. Pensaba que si contaba la verdad, todos se reirían; hacerlo era absurdo. Poco tiempo después, su familia se mudó y ella nunca volvió a ver a ese árbol, y ella nunca volvió a ser la misma.

Quince años viviendo en un psiquiátrico era un período considerable, que le brindaba ciertas ventajas. Cada jueves por la mañana, le encantaba sentarse ante la ventana de la sala de estar y observar el jardín. Podía contemplarlo durante largas horas sin decir una palabra. Parecía quedar fascinada con los colores de las flores y las formas de los árboles. Nadie entendía bien por qué simplemente no salía a caminar por el lugar, ya que no era una actividad que le estuviese prohibida. Algunas veces, se animaba a acercarse a los arbustos, pero pronto se alejaba, y nerviosa regresaba a su silla. No obstante, no era una cuestión de demasiada importancia. Ese era su momento y su lugar, no había razón para quitárselo.

Ana sonreía mientras jugaba con la pulsera de su tobillo. De repente, sintió que sus brazos se rendían ante la medianoche y que por fin iba a poder dormir. Con sus extremidades ya aletargadas, se recostó en su cama y cerró los ojos.

Los enfermeros no pudieron despertarla al otro día. Los médicos luego dijeron que sufrió un infarto cerebro vascular durante la madrugada. No se pudo haber evitado.
Cuando estaban juntando sus pertenencias, una de las encargadas de la limpieza descubrió una caja mediana debajo de la cama. En su interior, una brillante manzana roja.

Ana pasó su vida entera buscando la manzana que estaba en la cima.


"Ana" por Karina Vargas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

Texto agregado el 23-05-2013, y leído por 307 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
21-06-2014 Buena narrativa, atrapa al lector que termina envuelto por el halo de misterio resuelto al final del relato. Interesante lectura. sagitarion
27-08-2013 Me gustan tus escritos porque lo haces correr entre nuestros sentimientos. Me gustó. elpinero
03-07-2013 Tu narrativa es impecable, me gustó, me atrapó y envolvió la historia, desde el principio hasta su desenlace. Un abrazo. gsap
23-05-2013 Una prosa bien escrita. La historia triste. Enloquecer por el golpe o por lo absurdo. un abrazo. umbrio
23-05-2013 despues de aquella experiensia no volvio a ser la misma, algo paso ese dia, asi lo interpreto.exelente narracion, me gusto mucho, tiene estilo. jaeltete
23-05-2013 Un cuento triste. La vida de ana, es tan breve, pero que la llevó a la locura ? El recuerdo la hizo morir... es interesante... un abzo rub sendero
 
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