Aunque ella siempre me ignoró (y las pocas veces que me miró fue con indiferencia) nunca pude evitar que mi corazón se acelerara cuando la veía llegar en las mañanas, ni dejar de sentir un dolor lacerante cuando pasaba a mi lado sin siquiera notar mi presencia.
La amé hasta el día infeliz en que se acercó a mí, me llevó con delicadeza hasta el asiento del auto, y sin amarrarme el cinturón lo hizo estrellarse a 180 kilómetros por hora contra un muro. Fue la primera y única vez que me habló: pobre Dummy, tendré que pedir que te reparen.